jueves, 19 de junio de 2008

CATEDRAL - JAKOB (Cuarta parte)

Las tres noches del Rucaco – 2

…”Que bien la estamos pasando… el valle… hasta el frío me gusta. Me duele un poco la cadera. Voy a ver si me puedo dar vuelta despacito sin despertarlo a Juanjo… ¿Qué hora será?” En medio de la noche, despierto como cada vez que debía cambiar de posición porque tomaba conciencia de la dureza del piso, noté también el temido sonido. Estaba lloviendo sobre el valle, sobre la carpa y sobre la leña. Volví a dormirme. Esa fue la primera de las Tres Noches.
Y la lluvia siguió, y siguió, y siguió. Hubo que cambiar de planes (por lo menos en aquel momento nos pareció lo mejor) ya que las carpas mojadas hubieran aumentado considerablemente el peso de la mochila. Suponíamos —es decir queríamos creer— que después de un día de obligado descanso el tiempo debía mejorar. No fue eso lo que pasó, sin embargo. Por el contrario. A la lluvia se agregó más y más frío, de modo que conservar el fuego prendido se convirtió en una cuestión de vida o muerte.
Habíamos armado las carpas con sus entradas enfrentadas. Entre ambas quedaba un espacio de metro y medio aproximadamente. Construimos entonces una especie de techo uniéndolas con un poncho impermeable que aportó Juanjo (como había tiempo para todo, también se ganó un nombre: “Ponchonil”) Sentados en el piso de las carpas, en el espacio entre ambas manteníamos el fuego que Ponchonil protegía de la lluvia. Esto que se dice tan fácil, representa sin embargo, en las condiciones en que estábamos, una empresa que desafiaba el ingenio de cualquiera. No recuerdo con qué elementos iniciamos el fuego. Seguramente con papel, pequeñas ramitas secas y muchos fósforos. Ese fuego inicial sirvió para secar nuevas ramas dispuestas a su alrededor, que una vez secas eran agregadas al fuego. Gracias a ese sistema tuvimos calor y comida caliente.
Cada tanto, y aprovechando los escasos momentos en que la lluvia parecía amainar, algunos recorríamos el bosque para buscar más leña. Con una hachita le sacábamos la corteza, ya que entre sus grietas se acumulaba el agua, y la traíamos a las carpas. El sistema probó ser eficaz: mantuvimos el fuego prendido día y noche durante las siguientes 48 hs., y hasta tuvimos un cierto superávit de leña seca que fuimos acomodando dentro de una de las carpas. Un capítulo importante, en el cual sin embargo cada uno de nosotros se vio obligado a ser autodidacta, fue el referido al cumplimiento de necesidades fisiológicas elementales (no dispongo de un eufemismo menos rebuscado). Se trataba de encontrar un lugar discreto en el cual no se mojara demasiado el papel higiénico ni la ropa que se debía descartar, que no requiriera sacudir ramas invariablemente cargadas de gordas gotas de agua helada, etc. etc. Este tipo de excursiones era acompañado invariablemente por los buenos deseos de los demás. Al regresar, sólo un prudente: Y, ¿Qué tal? Con su respuesta: Bien, bien. O en alguna ocasión: Más o menos. (respuesta insatisfactoria, dado que la discreción impedía solicitar detalles).
Además de buscar leña para mantener el fuego, cocinar, comer y evacuar, había que combatir el tedio. Juegos de cartas, conversaciones de distinto tipo, recuerdos y anécdotas. De todo hicimos sentados en el piso de las carpas, respirando el humo del fuego e inhalando el vapor que se desprendía de la leña. La “Batata Macabra” murió por agotamiento. Casi no conseguíamos ya hablar de otra manera. Las cuatro últimas vocales prácticamente estaban en desuso.
Al comenzar la tercer noche, un acontecimiento nos decidió: dábamos por terminada la espera. A la mañana siguiente seguiríamos viaje fuera como fuese. Sucedió que al volver Guille y Juanjo de una excursión hasta el arroyo en busca de agua, tuvieron un encuentro con lo que después supimos debía ser un zorro. Cautelosamente, el animal se había acercado a las carpas atraído seguramente por el olor a comida. Al encontrarse en la oscuridad con Juanjo y Guille, se espantaron los tres. El zorro huyó hacia el bosque, Juanjo y Guille hacia el complejo carpas-Ponchonil. Mientras esperábamos que se calentar el agua para la comida, Juanjo —y su inocente comentario fue el que nos decidió a levantar campamento— dijo:
—“Leo, si algún día salimos de aquí, tenemos que encontrar que clase de animal fue el que encontramos, ¿No te parece?...” Es decir: empezábamos a creer que abandonar el valle era sólo una posibilidad, y si se quiere, algo remota.
Al día siguiente, cerca del mediodía ya estábamos contemplando la laguna Jakob desde la altura. Habíamos desarmado y cargado las carpas húmedas y pesadas sin demasiados inconvenientes. Habíamos remontado el río y habíamos subido la cuesta de piedra suelta y pelada hasta el filo que une el cerro Tres Reyes con la Brecha Negra. Junto con Juanjo y su pregunta, las tres noches del Rucaco habían pasado a la historia.
(continuará)
(de “En Carpa”)

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