domingo, 22 de junio de 2008

CATEDRAL - JAKOB (Quinta parte)

El refugio de la Jakob — 1
Bajar del filo del cerro Tres Reyes nos hizo revivir la fatiga, las caídas, el dolor de rodillas y el bamboleo de la mochila sobre la espalda que habíamos experimentado en el descenso al valle del Rucaco. La diferencia —fundamental diferencia— consistía en que no íbamos ahora al encuentro de un incierto punto en un bosque desconocido. Esta vez la meta era nada menos que “El Refugio”. Así dicho: con unción y respeto. En el refugio San Martín, sobre la laguna Jakob, nos esperaba un techo, bancos para sentarnos, una mesa con su mantel de hule, comida sabrosa, pan y vino. Y además, un blando colchón. Con el agregado de que el refugio estaba a la vista. Desde el mismo filo se alcanzaba a ver, allá abajo como un minúsculo detalle más en un paisaje digno del techo del mundo. A la orilla de la laguna y cerca del nacimiento del arroyo Casa de Piedra. Entre picos escarpados y negruzcos con enormes manchones de nieve en las cumbres y verdes faldeos bajando hasta el azul profundo del agua. Porque el agua, como el cielo que reflejaba, ya era azul. Inaugurando el nuevo capítulo de la travesía, había cambiado el clima. La lluvia y el frío eran sólo un recuerdo.
El deseo de llegar hizo que esta bajada fuera pródiga en accidentes, torceduras de tobillos, tironeos de tendones, raspaduras de codos, nalgas y rodillas. Poco menos que descoyuntados nos encontramos una hora después conque el último tramo, el que nos separaba de la soñada comida y el mítico colchón, era un mallín de barro chirle pisoteado (y enriquecido) mil veces por algún caballo de digestión fácil. Con cada paso nos hundíamos hasta la rodilla en un magma maloliente que chupaba como ventosa mientras exhalaba vapores orgánicos.
Entre insultos mascullados y resignados suspiros, terminamos de cruzar la zona pantanosa. Sin darnos casi cuenta, concentrados como estábamos en el intento de no perdernos total y definitivamente en las profundidades de una ciénaga de bosta, llegamos al refugio. Pero así no podíamos entrar.
—¡Que me vengan a hablar ahora de los trabajos de Ulises…! Afuera del refugio, después de tirar la mochila contra la pared de piedra y sentado sobre un cajón, Juanjo comenzaba a sacarse los botines y las medias que chorreaban fetidez.
—De Hércules. (aunque el olor a podrido era el mismo, Ofelia tenía más fresco el tema de los griegos)
—Hércules, Ulises, Herodoto, Pitágoras, son todos la misma mierda… Y no me distraigas, gorda, que estoy tratando de no largar los chivos…
Haciendo su aporte a la anarquía de la conversación, Anita practicaba Batata Macabra: “Caca, masa blanda, barata, nada sana, para sacarla ya!”
Limpiamos botines, lavamos pies, enjuagamos medias y vaqueros en el agua del lago. Después, con medias secas, tibias alpargatas y vaqueros arremangados, entramos por fin al refugio. Las mochilas, los botines y las medias mojadas quedaron afuera, oreándose al sol. Eran las cuatro de la tarde.
Como en todos los refugios, el lugar principal en el de la Jakob es el comedor-cocina-salón de estar. Es el ambiente que lo distingue y le da carácter. Amplio, con piso, techo y paredes de madera, ruidoso y atestado de muchachos y chicas. Algunos conversando, otros comiendo o tocando la guitarra o leyendo, en un desganado y tolerante desorden. Contra la única pared de piedra estaba la gran cocina a leña con muchas cacerolas y pavas humeantes. Sobre la cocina, un tendedero de alambre con ropa secándose.
La entrada de un nuevo grupo a un refugio de montaña casi siempre lleno de gente, ocasiona sólo leves cambios en el conjunto. Los que se corren para dar lugar en un banco, después de las obligadas preguntas de cortesía: ¿Qué tal, flaco…? ¿Vienen de abajo…? etc. vuelven a lo suyo. Nadie se mete demasiado en la vida ajena. Yo era allí un bicho raro. Entre los ocupantes del salón no parecía haber ninguno de más de 25 años. A nadie le interesó ni me miró dos veces; así consiguieron que me olvidara del tema. Con el encargado del refugio comenzamos las negociaciones:
—¿Tenés algo para comer, flaco…? Por favor, algo que no sea arroz, polenta ni fideos…
—Mirá, si quieren les puedo hacer un guiso. Le pongo lentejas, chorizo colorado, un cacho de panceta, papas… Qué se yo, un poco de todo…
—¡Siii… Venga…! Y si tuvieras vino… y pan…
—Tengo alguna botella de Pico Rojo. Y mientras se hace el guiso, les puedo hacer también un pan.
—Listo, hermano. Metele, nomás
Prometía ser un banquete. Mientras María José cortaba el último salamín para acompañar el vino, Guille encaró al vecino de mesa que estaba enfrascado en un partido de truco:
—Che, flaco, ¿Cómo se llama el del refugio? (se negaba a llamar “flaco” a todo el mundo, pero con éste no tenía más remedio)
Después de tirar un cinco de oros el jovencito de barba rala y cara de dormido le contestó sin darse vuelta:
—Le dicen Chule.
Dentro de la fauna habitual de los refugios, abigarrada y siempre sorprendente, el Chule se destacaba. Alto, pelo largo y rubio atado a la espalda con una gomita, la camisa suelta y demasiado grande con las mangas arremangadas hasta el codo, bermudas, medias de lana y zapatillas agujereadas, se movía como un pez en el agua en el caos de gente ruidosa, mesas, mochilas y cajones con papas y bultos diversos. Después de agregar leña a la cocina y de tirar todo tipo de elementos misteriosos en una olla con agua hirviendo, se dedicó a mezclar harina con varias cosas, a amasarla y a ponerla en un molde cuadrado de lata. Después, sin ninguna ceremonia, lo metió en el horno. El fuego de la cocina bramaba.

(continuará)

(de “En Carpa”)

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