miércoles, 25 de junio de 2008

CATEDRAL - JAKOB (Sexta y última parte)

El refugio de la Jakob — 2
Si alguien tiene real interés en percibir en su medida justa lo que significó para nosotros comer aquel pan, aquel guiso —por supuesto con Picantol agregado— con aquel Pico Rojo, le recomiendo que prepare su paladar sometiéndose previamente a una dieta de cuatro días durante los cuales sólo podrá comer arroz, cerelac, agua y salamines; deberá mantenerse frío, húmedo y sentado en el suelo. Será además de suma utilidad que la mañana previa al banquete golpee y tuerza concienzudamente cada uno de sus huesos y coyunturas. De ese modo podrá apreciar también en todo su valor la siesta al calor del sol que sucedió al festín.
Después de la siesta y aprovechando que la temperatura lo permitía, cumplí con un ritual ya casi olvidado: me bañé. Por supuesto que el método espartano que debíamos usar (agua helada del arroyo, en malla y parado en alguna piedra resbaladiza) sólo permitía disfrutar del baño cuando ya seco y abrigado, el penitente podía acercarse a alguna fuente de calor. En aquella tarde, la cocina del Chule.
Y por fin, ya entrada la noche y después de la cena de café con leche, sándwiches de queso y de salame, le tocó el turno al colchón.
El colchón del refugio tenía algunas características peculiares. Correspondería en primer término, describir el dormitorio. Por supuesto, había uno solo. Y los que iban a pernoctar en él, no eran menos de cuarenta. Como dormí profundamente toda la noche, no tengo conciencia de episodios rescatables, absolutamente inéditos, que con toda seguridad deben haberse desarrollado entre esas cuatro paredes. No lo lamento. Durante esas horas estuve dedicado absolutamente a lo mío. Descender a los abismos, más allá del inconsciente. Ni siquiera me distrajeron esas místicas luces que según Víctor Sueiro reclaman a los moribundos. No me enteré de nada, así que no pidan que cuente nada. Pero eso sí; primero había que llegar al colchón. Esta salvedad exige una explicación.
El dormitorio de aquel refugio es de piedra y madera, forma cuadrangular y techo a dos aguas, de tres metros de altura en su parte más baja. A lo largo de sus paredes hay dos pisos de cuchetas. En las paredes más altas hay un tercer nivel con menor capacidad. Estas cuchetas son bandejas de crujiente madera de dos metros de profundidad sobre las que están las colchonetas, una al lado de la otra. Contra la pared, las almohadas y alguna frazada por si la suma del abrigo de las bolsas de dormir y el calor humano no resultara suficiente. La ubicación de la gente en cada lugar se hace en forma espontánea, eventualmente con la orientación y —en caso de conflicto—, con el arbitraje inapelable del Chule.
Como nuestro grupo cabía exactamente en una de las bandejas del tercer nivel, el Chule nos sugirió ocuparla. De modo que ésta se constituyó para nosotros en la última ascensión del día. La subida no trajo mayores problemas. La bajada fue otra cosa. Elegí el extremo de la cucheta, el que limitaba con la caída del techo. Lo preferí porque entre las tejuelas se filtraba algo de viento. Gélido, pero aire al fin.
Después de varias horas de sueño absoluto, desperté con la clara conciencia de que me iba a resultar imposible seguir durmiendo. Era noche cerrada, no tenía noción de la hora y no podía mirar el reloj, vaya a saber donde estaba la linterna. De modo que debía bajar tres pisos de cuchetas atestadas de durmientes invisibles, y si era posible evitando pisar cabezas. Previamente tenía que salir de la bolsa de dormir sin despertar a María José que dormía a mi lado, para lo cual me iba a tener que incorporar tratando de no golpearme con las duras vigas del techo situadas a veinte centímetros de mi propia cabeza. De más está decir que este operativo requirió una cuidadosa y detallada planificación. Inmóvil y totalmente despabilado, tracé un plan. No podía sentarme porque iba a chocar contra el techo. Así que corrí el cierre de la bolsa y apoyándome en los talones levanté la pelvis. Así fui desprendiéndome de la bolsa de dormir hasta desplazarla totalmente hacia los pies. Al doblar las rodillas para acercar la bolsa hasta mis manos, el golpe con el filo de la viga me recordó que no disponía de demasiado espacio. Felizmente, en campamento se duerme vestido. Sólo tenía que encontrar las alpargatas que habían quedado en el piso, cerca de la puerta. Presté atención durante algunos momentos. El nivel y el tipo de sonidos de medio centenar de respiraciones no había cambiado. Con absoluto sigilo comencé el descenso. Debo decir que aún hoy —y ya pasaron varios años— me siento orgulloso de mis movimientos de aquella mañana. Sólo pisé una cabeza. Felizmente mi pié se apoyó en la frente; en la nariz el pisotón hubiera resultado más doloroso. El colérico ronquido del pisoteado respondió a mi único error de cálculo.
Ya en la cocina, encontré al Chule levantando y acarreando leña desde el galpón.
—Buen día, Chule.
—Que tal flaco ¿Dormiste bien?
No sé si fue de puro agradecido por el trato familiar que me hacía sentir veinte años menor o simplemente para tener algo que hacer, el hecho es que sin pensarlo me salió el ofrecimiento:
—¿Querés que te barra el comedor?
—Bárbaro flaco. Poné primero los bancos sobre las mesas y echale algo de agua para que no se levante la tierra.
Así fue como la madrugada de aquel día de enero me encontró en una camaradería sin palabras con el Chule. Él prendiendo el fuego y yo barriendo. Media hora después, los dos mateando y mirando en silencio la salida del sol.
FIN
(de “En carpa”)

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