miércoles, 11 de junio de 2008

CATEDRAL-JAKOB (Segunda parte)

De la islita al filo

Aquella noche nos hundimos en un sueño profundo y plácido, arrullados por el rumor irregular y monótono del arroyo cayendo entre piedras, con ropa seca y ya sin frío gracias al fuego y a la polenta. Salimos de la tibieza de nuestras bolsas de dormir con el sol bien alto y la agradable sorpresa de que la mañana era espléndida. No se necesitó ninguna deliberación para decidir que todo el día lo íbamos a dedicar al descanso y fundamentalmente a secar medias, borceguíes, buzos, carpas, mochilas y anoraks. El lugar en que nos habían instalado era una pequeña extensión de terreno situada entre dos brazos del arroyo Van Titter con algunos árboles, grandes rocas que había arrastrado el agua y una pequeña superficie plana y casi sin piedras en la que escasamente entraban las carpas y el fogón. El día de descanso pasó rápido. Además de dormir sin límites de horario, nuestra islita nos permitió tomar sol o charlar a la sombra de frondosos cohiues e inventar nuevas formas de cruzar el arroyo haciendo equilibrio en las piedras. (deporte con el que es fácil enviciarse) También juntar leña, calentar agua para el mate o la comida y jugar al truco, la batata macabra, etc. Este último es un delicioso juego de salón que consiste en adivinar la palabra escondida en una definición construida usando palabras que sólo tienen la vocal “a”. Es especial para personas con mucho tiempo y poco ingenio. Por ejemplo “masa blanda, baja a la pacha mama para sanar las plantas” Respuesta: Lluvia.
Nuestros vecinos de Burzaco habían desarmado sus carpas y reiniciado la caminata a la mañana temprano, por lo que no tuvimos oportunidad de despedirnos.
Al día siguiente nosotros hicimos lo mismo. Después de la aventura y el descanso, el ánimo estaba en su mejor nivel. El tiempo seguía estupendo y la picada, ahora por la margen derecha del Van Titter, subía por un bosque abierto con su propio repertorio de raíces, troncos caídos y aire fresco. El canto de algunos pájaros y el tronar del río nos acompañaban. Recorrer ese último tramo de la picada al refugio Frey es un placer. Probablemente porque se hace descansado y de mañana, cuando todo se ve de mejor aspecto. Media hora después de la partida llegamos a “Piedritas”. Una de las cosas que hace que Piedritas no admita comparaciones es el “Refugio de los eslovenos” (el nombre oficial es refugio Petricek) El techo de este refugio es nada menos que una de las enormes rocas del lugar, aproximadamente de 5 ó 6 metros de altura, cuya forma casi esférica está interrumpida por un corte en bisel que forma con el piso un ángulo agudo. En el espacio entre la roca y el suelo fue levantada una pared de troncos con su ventana, postigo y chimenea de cuento de gnomos. Además de esa casita de juguete, Piedritas es un suave declive techado por las copas de enormes cohiues sobre la margen del arroyo y reparado por una ladera boscosa.
Poco después de Piedritas, la picada recorre un bosque que va raleando hasta desaparecer. Entonces serpentea entre piedras y se hace más empinada hasta que después de un recodo aparece hacia la izquierda el orgulloso y —visto desde abajo— imponente refugio Frey.
—¿Qué tal si paremos un poco? A poco de salir de la islita una de las correas de una mochila (creo recordar que era la de Ofelia) se había terminado de romper y le habíamos hecho un arreglo provisorio. Convenía perfeccionarlo con una especie de costura de alambre, tarea que en manos de Guille llegó a la categoría de arte. Sentados en una roca lisa a la orilla de la laguna Tonchek, y mientras el artesano seducía a Ofelia con sus habilidades manuales (algunos años después terminaron casados) Anita y María José entraron en el refugio de piedra, con techo de madera y brea. Según dijeron “para comprar algo”. El refugio estaba a esa hora atestado de jóvenes y mochilas, por lo que Juanjo y yo preferimos quedarnos afuera filosofando, la mirada perdida en el paisaje imponente. La montaña revela lo mejor y lo peor de los hombres: fraternidad, abnegación, nobleza; también egoísmo, vanidad y soberbia.. Pero eso sí: el escenario no se presta para frivolidades. Todo debe ser repensado cerca de la nieve y de los amigos y a la vista de la laguna fría, quieta y oscura, protegida por las agujas de rocas abruptas y anaranjadas del Catedral.
Terminada la refacción de la mochila continuamos la subida, esta vez bordeando la laguna Tonchek por el lado norte. Muchos años antes había yo coincidido en ese mismo refugio con Tonchek, el andinista cuyo nombre lleva la laguna. Murió en un accidente de montaña, víctima de su pasión. La picada, como se acostumbra cuando transcurre entre piedras,, está marcada cada tanto con pintura de colores llamativos en lugares visibles de las rocas. Aunque no ofrece mayores dificultades, la subida se hace en ocasiones con la ayuda de las manos. El otro hecho novedoso es que por primera vez en el año debimos cruzar varios tramos de nieve. En media hora llegamos a la laguna Shmöll. Algo más chica que la Tonchek y limitada por una escarpada cuesta de roca con manchones de nieve vieja de los que se desprenden periódicamente los pequeños témpanos que decoran el espejo de agua casi helada. Buscando reparo del viento frío y con el filo que nos separaba del valle del Rucaco a la vista,, sacamos de las mochilas los comestibles que no requerían prender fuego (no había forma de conseguir leña, sólo había rocas y agua. Por otra parte, el viento lo habría hecho imposible) Salamines, galletitas, orejones de durazno y ciruela y algunas barras de chocolate. Ese fue el momento en que nos enteramos del objetivo de Anita y María José al ir de compras al refugio. Al descuido, como cumpliendo una rutina, María José sacó de la suya una botella en apariencia inocente que sustituyó al fuego que nos faltaba: ginebra. Lejos de mí el pretender publicitar el consumo de bebidas blancas. Hay una sola cosa que puedo decir a su favor: dos días después, esa botella nos salvó la vida.
Terminado el almuerzo, con el estómago lleno, el corazón caliente, la mirada brillante y el ánimo audaz, reiniciamos la subida. Por supuesto que la audacia que habíamos adquirido embotellada tiene un costado si se quiere inconveniente. Me propuse como guía. Y el grupo me aceptó por aclamación (después de aquel almuerzo, todo merecía una aclamación) En consecuencia, marché al frente de la columna pletórico de optimismo y confianza. Y con la mirada fija en el filo, como era previsible, perdí de vista las marcas de las rocas y elegí el camino más largo, debido lo cual llegamos al filo una hora después de lo necesario. Supongo que ese fue el motivo por el cual el sobrecogedor paisaje del río Rucaco y su interminable valle que se mostraba a nuestros pies cientos de metros debajo, fue saludado con una última y no demasiado entusiasta aclamación.
(continuará)
(de “En Carpa”)

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