Siempre me aburrió la playa. Por eso aquel verano en Villa Gesell me decidí a practicar un deporte que era la especialidad de Ofelia, mi legítima. El asunto es simple: consiste en trazar un perfil de la personalidad y circunstancias de la vida de cada uno de los prójimos que instalan sus sombrillas cerca de la nuestra, basándose únicamente en el aspecto físico, vestuario, tipo de viandas consumidas, fragmentos de conversaciones acercados por la brisa, etc. Esa costumbre siempre me había resultado irritante y era motivo de frecuentes discusiones entre nosotros.
—- Pero Ofelia, escuchame una cosa: vos ya decidiste que aquel tipo de bigotes y malla tornasolada es ferretero, de Vicente Casares, está divorciado y tiene tres hijos chicos (dos varones y una nena) que se quedaron con la madre; muy bien. Ahora: ¿Me querés decir como vas a hacer para comprobar si acertaste o no con todas esas presunciones? El tipo puede ser embotellador de la Pepsi, levantador de quinielas o frutero; vivir en Quitilipi o en Trevelin, ser soltero, homosexual o impotente y jamás lo vamos a saber!
Todos estos argumentos no solían hacer mella en mi cónyuge. Después de encogerse de hombros para mostrarme el valor que le daba a mis objeciones, continuaba tejiendo pacientemente sus historias que poco a poco se iban acercando a lo inverosímil.
—"A él, en realidad, le gusta la cuñada, aunque tuvo algunos asuntos con una clienta muy provocativa que llegó a la ferretería con el pretexto de buscar repuestos para un portero eléctrico. La mujer lo perdonó porque ella sabe cómo son los hombres (de paso mi media naranja me pasaba facturas antiguas). Pero lo que provocó la ruptura definitiva fue cuando ese mal nacido le levantó la mano..." Así podía seguir indefinidamente.
Debo reconocer que el motivo profundo de mi aversión por este juego era que dejaba en evidencia mi lamentable falta de imaginación. Del tipo de la malla tornasolada, al que Ofelia le había construido una vida apasionante y llena de conflictos, solo me animaba a afirmar: a) que tenía mal gusto y b) que eso no era asunto mío. Como tampoco me interesan las costumbres de las gaviotas y jugar a la paleta me da dolor de cintura, habitualmente en la playa me aburría como una ostra desmotivada. Entonces, aquel año decidí: "Voy a aguzar mis sentidos y a prestar atención a todos los detalles. Por mi falta de entrenamiento deberé comenzar de a poco. Esta familia de la sombrilla a rayas amarillas y negras por ejemplo, es un buen objetivo. Para fin del veraneo, quizá pueda competir de igual a igual con mi mujer".
Pensé que había elegido una familia común. El padre: gordito, calvo y más bien bajo, ten{a una de esas caras sin relieves marcados, luciendo siempre una expresión bondadosa y tolerante. "Atención (me dije) este es un defecto que debo corregir. No puede ser que antes de imaginar todo el cuadro ya tome partido por el primero que vea. Es evidente que me conviene obtener más datos, indicios o pistas antes de sacar conclusiones". (Estaba comenzando a vislumbrar las dificultades del juego). Don Roberto era el propietario de una pequeña mercería de barrio en Beccar o en Morón y llevaba muchos años mostrando ropa interior a clientas indecisas; destapando cajas y más cajas siempre con una sonrisa y un discreto cumplido a flor de labios. (El nombre y todo lo demás me surgió sin mayor esfuerzo lo cual me alentó a pensar que con algo de entrenamiento podría desarrollar un talento hasta entonces oculto). No pude decidir si su suave temperamento era la causa o la consecuencia del oficio; de todas maneras, me pareció que esta distinción era irrelevante. Don Roberto llegaba a la playa todas las mañanas arrastrando sus ojotas y cargando con la sombrilla y una enorme heladera portátil; dejaba que su mujer eligiera el lugar y se encargaba de instalar todo mientras desgranaba comentarios amables del tipo de: "No te olvides amorcito de usar la loción con filtro solar que te compré ayer" "Lali, querida... Dónde querés que ponga tu esterilla? Aprovechá a tomar sol ahora, mirá que al mediodía es peligroso..." "Rober, andá a jugar a la pelota más cerca del agua. No molestes a las familias que están en la parte seca..." Recién cuando todos estaban cómodos, Don Roberto se sentaba a leer una revista, muy derechito en su banqueta. La mujer (Amalita) era una señora que aparentaba algunos años más de los que podía contener su malla. Un poco más alta que Don Roberto, el pelo rubio poco convincente y cierto exceso de maquillaje. Mientras su marido clavaba en la arena la sombrilla, ella inspeccionaba el horizonte; la nube más inocente era capaz de nublar su ánimo. Solía tomar un puñado de arena para dejarlo caer en fina cascada; así calculaba la dirección del viento. Formulaba pronósticos meteorológicos invariablemente pesimistas y vigilaba todo desde su reposera. La llamada Lali era una estupenda adolescente y era claro que hubiera preferido estar en cualquier otro lado antes que con su familia. Quería a su padre (aunque prefería no exhibirlo ante sus amigas) y alimentaba una permanente hostilidad hacia Amalita. Después de una distraída inspección al vecindario, se colocaba los auriculares a todo volumen (desde nuestro lugar se podía escuchar un rítmico y machacante Psshh, Psshh, Psshh) y se tendía boca arriba a tomar sol perdida en vaya a saber que confusos sentimientos y hasta en algún esbozo de pensamiento racional que dificultosamente intentaba tomar forma a través del batifondo electrónico. El Rober era el t{pico niño insoportable. Tenía doce años, huesos demasiado largos, y alternaba protestas con reclamos perentorios. Desde mi refugio bajo la sombra redonda y cada vez más chica de la sombrilla debía esforzarme para no contribuir con todas mis energías a su educación.
En el curso de mis primeros días de ejercicio de la socio-ficción llegué a pensar que la familia elegida casi no dejaba margen a la fantasía. Todo demasiado previsible. Todo muy familia tipo. Felizmente, al tercer día se agregó un nuevo personaje; confieso que me costó un poco asignarle una función dentro del grupo. Ofelia acudió generosamente en mi ayuda: "Es evidente que este tipo (tío Tito le decían los chicos) no es un verdadero tio. No es hermano de Don Roberto (no se parecen en nada) ni de Amalita (si te fijás bien, verás que no la trata precisamente como a una hermana) No puede ser otra cosa que el socio de Don Roberto. Pero debe estar poco detrás del mostrador, más bien se ocupa del trato con los mayoristas. Digamos (que me disculpe Don Roberto) que es de otra clase, del tipo ejecutivo. No digo que sea mejor, sino que es distinto" (decía Ofelia, mientras miraba con avidez cercana a la lujuria al tío Tito hablando por su teléfono celular en medio de la playa).
(Continuará)
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