La mano arrugada y venosa del anciano se apoyó en el brazo del niño y el contraste de sus pieles sobre el hule azul de la mesa de la cocina ofreció una imagen de indudable belleza objetiva. __ Así que, según usted, mi estimado y reconocidamente ingenioso nieto Bautista …El viejo jugaba con el idioma cuando hablaba con él; pasaba de una forma erudita y protocolar como esta, al lunfardo, el jurídico y hasta la jerigonza, en distintas ocasiones. El chico se preparó a escuchar una de las acostumbradas referencias a su nombre, que el abuelo llevó como una carga durante sus primeros años y ahora estaba de moda y hasta le sonaba agradable. Pero no, esta vez el tema era otro. __¿Así que no existen más las canchas de bolitas? ¿Ya no se juega más a la bolita?. Yo no puedo entender cómo pudo haberse perdido, mi querido Bautista, un juego tan hermoso y tan popular como ese.
En mi época escolar, cada barrio contaba con varias canchas. Se dibujaban sobre la tierra apisonada, generalmente en el espacio que se extiende desde el cordón hasta las baldosas de la vereda o en cualquier parte en que se encontrara un pedazo de tierra.
Tenían forma rectangular sin dimensiones estrictamente establecidas, aunque, por lo general, medían, aproximadamente, dos metros y medio de largo por un metro y medio de ancho. Los límites eran líneas que se marcaban en la tierra con un elemento punzante, generalmente un palo. Estas líneas tenían mucha importancia en el desarrollo del juego y se les llamaba “altas”. Con el tiempo, de tanto marcar y remarcar las altas, se convertían en surcos que le daban a la cancha un aspecto de estabilidad y permanencia. Te cuento que muchos de los caminitos que se formaban por el habitual paso de los peatones para cruzar algún terreno, tuvo que ser desviado para no perjudicar una cancha.
El juego comenzaba lanzando, los jugadores, sus bolitas, por riguroso turno, desde uno de los extremos del rectángulo. Cerca del otro extremo se encontraba el “hoyo”. Este se fabricaba pisando sobre la tierra un “bolón”, que era una bolita con el doble o el triple de tamaño que las comunes. Al igual que con las altas, la demarcación sucesiva del hoyo le daba su conformación definitiva.
Los objetivos a conseguir, para ganar, eran sencillos: se debía hacer el hoyo y la quema. El primero se lograba embocando la bolita en el pequeño pozo y la segunda, más difícil, chocando con tu bolita, la del rival. Había verdaderos genios que lograban la quema lanzando desde grandes distancias.
Pero lo más original de este deporte eran las reglas. No estaban preestablecidas ni mucho menos, escritas; se cantaban. Por ejemplo: ¿Cómo se fijaban los turnos de salida?, muy simple, uno de los jugadores gritaba ¡primero! o cualquier otro puesto que le gustase, seguido de un segundo grito: ¡canté! Y el puesto ya era suyo; los demás debían cantar para lograr cualquier otro lugar, menos ese.
Los mejores jugadores preferían el último puesto, porque jugaban teniendo, ya, a todos sus oponentes ubicados. Para lograrlo debían cantar rápidamente ¡cola!
Lo primero era “medir”, es decir, arrimar tu bolita, lo más posible, al hoyo. La más cercana jugaba primero y las demás sucesivamente de acuerdo a las distancias. Aquí podía aparecer la primera regla cantada. Si una bolita quedaba fuera de la cancha, más allá del alta, había dos cantos respectivos y contrapuestos:¡alta mide! o ¡alta no mide! Si triunfaba el segundo, la bolita que había transpuesto los límites de la cancha, tenía que ser jugada después que todas las demás, aunque estuviera cerca del hoyo.
El que conseguía el hoyo y la quema era el triunfador y el “quemado” debía pagar con una bolita. Normalmente era indistinto el orden de obtención de los objetivos; se podía conseguir el hoyo antes que la quema o viceversa. Claro, siempre y cuando alguien no cantara: ¡hoyo antes que quema! o ¡quema antes que hoyo! Alcanzado uno de estos logros el jugador tenía derecho a lanzar nuevamente.
Si dos jugadores habían conseguido el hoyo, sólo tenían que quemar al rival para triunfar. Comenzaba entonces una persecución mutua para dilucidar quien quemaba a quien. Esta persecución generalmente trascendía los límites de la cancha y llegaba a los alrededores, casi siempre cubiertos de yuyos. Un canto hacía que, obligatoriamente, se siguiera lanzando la bolita en pos de quemar a la rival: ¡persiga hasta la muerte que yo quiera! Después de este canto, por más lejana y escondida que estuviera la bolita contraria, uno tenía que lanzar la propia contra ella. El riesgo era quedar enredado entre los yuyos, cerca del oponente a quien le quedaba un tiro fácil para ganar. Pero el perseguidor también podía utilizar un canto para mejorar sus posibilidades; como la bolita enemiga estaba generalmente rodeada de yuyos, un tiro cercano podía hacerla mover sin necesidad de impactarla directamente. El apresurado canto era: ¡como la mueva!, que también tenía su réplica: ¡mueve pajita no paga bolita!
Una jugada prohibida y considerada siempre como tramposa era la “manganeta”, que consistía en llevar la mano hacia atrás y luego hacia delante, antes de arrojar la bolita, pero sobrepasando, con el segundo movimiento, la línea inicial. Por supuesto que esto se hacía para acercarse engañosamente al objetivo.
Había muchas clases de bolitas, las más comunes eran las de vidrio translúcido de distintos tonos y también veteadas con bandas blancas o de otros colores que se mostraban como telas flotando en una esfera colorida y transparente. Ya te nombré los bolones, iguales a las bolitas pero de mayor dimensión. También estaban las lecheras, que eran totalmente blancas. Los aceritos eran simples municiones de acero que, habitualmente, no eran permitidas porque podían partir la bolita contraria al quemarla. Cada jugador tenía una bolita preferida a la que llamaba “puntera” y que se adaptaba como ninguna a sus dedos y podía arrojarla con mayor precisión. Las punteras eran, siempre, medio “cachuzas”, es decir, llenas de pequeñas muescas, raspones y grietas, fruto de tantas batallas. Los “ojitos” eran pequeñas esferas de vidrio que yo no he visto usar nada más que para aumentar la colección o negociar durante un partido. Por ejemplo, no era extraño un trato como este: __ “¡Perdiste…, pagá!” __ “¡No tengo más bolitas…, me melaste…, te pago con dos ojitos!” __ “¡Dale!”. Vos, que sos un paparullo de esta época, Bautista, seguro que no entendés, pero “melar” era ganarle al rival todas las bolitas que tenía o dejarlo, como diría el gran Carlos de la Púa, con “minga” de bolitas. Una mancha insoportable en el historial personal era haber tenido que pagar con la puntera.
Los “marmusos” eran las bolitas más ordinarias. Se fabricaban de cemento esmaltado de distintos colores. Ni soñando podías utilizar un marmuso para jugar; se rompían con el más pequeño roce. Claro que, si tenías que comprarlas, eran las más baratas.
Como todo deporte y yo digo que más que ninguno, la bolita era escuela de vida. Te enseñaba que, para ser ganador, tenías que trabajar muy duro entrenándote, te enseñaba a pensar, a utilizar la inteligencia para resolver tus dificultades, aprendías a descifrar los códigos que caracterizan las relaciones humanas, a conocer quién es quien, a diferenciar lo bueno de lo malo y fundamentalmente, aprendías que ganar o perder no significan la gloria triunfalista o el fracaso vergonzante, sino simples circunstancias del juego. Si prestabas la necesaria atención, la cancha de bolitas te enseñaba a ganar con serenidad y a perder con altura. Y todo lo aprendías de una manera directa y eficaz; una de las cosas que te podían suceder, si no adquirías los conocimientos necesarios, es que, al cabo de un corto tiempo, tu bolsa quedara vacía.
Pero, si fuera por los deseos de mi madre, yo jamás hubiera pisado una cancha de bolitas. Tu bisabuela, Bautista, era buena y amorosa, pero tenía la manía de sobreprotegerme. Ella decía que “el hijo del Doctor”, de acuerdo a la condición que me otorgaba como si fuera un título de nobleza, no podía juntarse con esos “chicos de la calle” que, según ella, eran malos y vivían en barrios marginales a los que llamaba “las afueras”. De acuerdo a estas premisas, yo tenía que permanecer en casa, a la espera de los niños que a ella se le ocurría invitar para jugar conmigo. Era como una cárcel dorada y abrigada, pero cárcel al fin. (continuará)
Guillermo B. Tambella
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario