Mi liberación llegó un día de la mano del Bebe. Lo conocí en la Sede Parroquial, que era el único lugar a donde mamá me dejaba concurrir para jugar al fútbol. El Bebe me invitó una tarde a tomar el té y a pesar de que su casa se encontraba en uno de los límites de la ciudad, allí donde el pueblo comenzaba a transformarse en campo y dentro de un barrio pobre, mamá me dejó ir. ¿Querés, caro Bautista, que te explique el porqué de este milagro de tolerancia materna? Simple. El Bebe era portador de dos apellidos y para colmo, ambos coincidían con los nombres de dos localidades rurales de la Provincia de Buenos Aires. Mi madre podía mantenerse firme ante cualquier súplica, pero el abolengo la ablandaba. Era incapaz de resistirse a dos apellidos ilustres.
Mi amigo era menor que yo, bajito, enjuto, un poco cabezón y chueco. Caminaba con un leve bamboleo y su rostro tenía, generalmente, una expresión seria y reflexiva. Hablaba sentenciosamente, sin la agudeza de voz que caracteriza a los niños pequeños y mirando hacia el suelo. Sus temas preferidos eran los animales, el campo, la caza, la pesca y…las bolitas.
Su casa daba a una calle ancha pero todavía de tierra, que, después de la lluvia, durante mucho tiempo, conservaba las cicatrices de hondos huellones producidos por las ruedas de numerosos carros y algunos automóviles. El Bebe vivía en un caserón de dos pisos, con tantas habitaciones que sería, ahora, imposible precisar su número. Tenía techos a dos aguas que cubrían con diferentes orientaciones y a distintas alturas todos los sectores de la vivienda. La rodeaban inmensas galerías, algo elevadas, con pisos de mosaicos, a las que se accedía por escaleras de mármol. Estaban ocupadas por viejos y deteriorados sillones de mimbre, alguna reposera descolorida e inmensos macetones con calas, helechos, begonias y palmeras. El viento solía murmurar entre las casuarinas que rodeaban la propiedad y sacudía las enredaderas de santa ritas, jazmines y madreselvas que trepaban por las barandas de las galerías. El revoque de las paredes, descascaradas en su mayor parte, conservaba muy poco de su color amarillo En el frente, tres grandes canteros, en ese momento llenos de yuyos y pajas bravas, estaban rodeados de senderos que, alguna vez, habían sido cubiertos por granza.
La casa de mi amigo tenía todo el aspecto de una aristocrática mansión venida a menos que, en sus épocas de gloria, había sido casco de un establecimiento rural de mayores dimensiones. En la parte trasera subsistían los restos de dos construcciones que daban testimonio de pasados fulgores. Primero, un viejo y enorme molino que había servido para llenar el tanque australiano que ahora mostraba, en el fondo, agua estancada y llena de verdín. Después, lo que quedaba de la despoblada caballeriza con piso de ladrillos y boxes de madera lustrada que uno imaginaba habitados por caballos de raza o petizos de polo. Era como un castillo medieval que hubiera quedado atrapado en el medio de un villorrio miserable.
Desde la primera de mis visitas, que con el tiempo se hicieron diarias, el Bebe me mostró y me compartió sus habilidades. Una de ellas me aterrorizó al principio, hasta que pude acostumbrarme. El chiquilín llenaba una botella con agua y me conducía hasta los canteros del frente. Allí buscaba cuidadosamente unos orificios que aparecían entre los yuyos. Cuando encontraba uno que le satisfacía, comenzaba a verter en él el agua de la botella. Entonces se producía un hecho espectacular y horripilante: por el agujero entre los yuyos aparecían, primero las patas y luego, la totalidad de una enorme araña pollito cuyo aspecto hacía erizar los pelos. Yo que siempre tuve aversión a las arañas, aunque fueran pequeñas, imaginate Bautista cómo salí corriendo tratando de poner la mayor distancia posible entre mi humanidad y semejante monstruo. El Bebe se me acercó lentamente y mientras me tranquilizaba diciendo, con su acostumbrada seriedad, que esa clase de arañas no eran peligrosas, dejaba que el insecto caminara libremente por sus brazos.
Mi pequeño amigo sabio desarrolló dos nuevas hazañas en el vasto espacio comprendido entre el alambrado del fondo de su casa y el gran monte de eucaliptos y pinos que se levantaba más allá. Una tarde de noviembre me mostró un curioso aparato que él mismo había construido. Se trataba de una bolsa de arpillera a la que le había cosido un aro de metal en su boca. Este anillo tenía la misión de mantener la bolsa siempre abierta y de él colgaban dos sogas de, aproximadamente, tres metros de largo que le habían sido atadas en lugares opuestos. Presentado el adminículo, que fue a buscar en un pequeño galpón, al lado de la caballeriza, me dijo con cierto tono triunfalista:__¡vamos a pescar!
Más o menos por la mitad del campo que se extendía desde el alambrado hasta el monte, cruzaba un barroso y serpenteante arroyo. En algunos lugares el curso de agua se hacía más angosto y recto. Era allí donde arrojábamos la original red de pesca. Orientábamos la boca contra la corriente y cada uno desde una orilla opuesta caminaba tirando de la soga. A los pocos pasos, el peso nos impedía seguir avanzando. Izábamos, entonces, con gran esfuerzo, la red que chorreaba agua y barro y volcábamos, sobre la gramilla mas corta de una orilla, todo su contenido. Era un magma barroso plagado de cientos de renacuajos que parecían hervir por el constante movimiento de sus cuerpos de azabache. Pero, ayudados por alguna rama, revolvíamos esa masa negra y húmeda y hacía su aparición lo que realmente veníamos a buscar, asombrate, Bautista, como yo la primera vez que los vi, ¡peces de colores! Había rojos, combinados blancos y rojos, azules, negros y amarillos. Los colocábamos, cuidadosamente en un tacho con agua fresca que traíamos desde la casa y nos volvíamos a ella con la maravillosa cosecha.
Esa fue la única vez que, en mi casa, hubo una pecera, porque, ante el hecho consumado, mi padre no tuvo otra opción que comprar una.
Así como con los peces, mi compañerito compartió conmigo sus conocimientos de caza.
Me fabricó una gomera con una horqueta que eligió cuidadosamente de un cerco de ligustros, le ató a la punta de ambas ramas de la misma, sendas bandas de goma que recortó de una cámara de auto, unió las gomas con a un trozo de cuero que servía para alojar la piedra y me la entregó. Todo esto demostrando una técnica impecable y con su acostumbrada imagen de seriedad.
Después practicábamos arrojando piedras contra una pequeña lata que habíamos clavado en el tronco de una casuarina. Hacíamos la cacería en el inmenso monte, más allá del arroyo. Aunque yo conseguí acertarle a algo, la puntería del Bebe era inigualable y gracias a él pudimos saborear, en la casa de mi abuela, la famosa polenta con pajaritos que preparaba mi tío Alfredo, con una receta que, según él, la familia poseía desde hacía tres generaciones.
Pero la más divertida y provechosa actividad de mis visitas a la casa del Bebe eran, para mi, los partidos de bolitas. Un buen día, decidió que lo acompañara a la cancha que quedaba en la calle del frente de la quinta, a dos cuadras de distancia. Estaba marcada cerca del poste de luz de la esquina, en la vereda de la casa de los Jiardina, que eran prácticamente los dueños del lugar y los jefes del barrio. Se trataba de un par de mellizos tan iguales, físicamente, que parecían fotocopias. Igualmente rubios y rulientos, igualmente flacos y sucios. No sé si usaban ropas iguales, pero las que vestían estaban tan sucias, rotosas y remendadas, que las diferencias, si las tenían, no se notaban.
Ya me había advertido, mi amigo, que los Jiardina eran peleadores y camorreros y que seguramente tratarían de pelearse conmigo inventando cualquier excusa. __Vos no te enojés ni contestés, dejame a mi…, me había dicho.
Los agresivos mellizos se llamaban Nito y Coco, pero era difícil acertar con el nombre a no ser que uno supiera cuál de los dos era el que siempre usaba, en cada dedo de su mano derecha, un anillo puntiagudo y amenazante fabricado con un clavo de herradura.
Tal como lo había previsto el Bebe, ni bien llegamos a la cancha, uno de los rubios me miró desafiante y gritó__¡¿y este gordo bachicha revienta salchicha?!. No había terminado la frase, cuando mi compañerito contestó, no menos desafiante:__¡es mi amigo y yo lo defiendo! El viejo se quedó, un momento, mirando al infinito con una sonrisa plácida en sus labios.__¡Santo remedio, Bautista!..., nunca más me agredieron.
Pero, después, solo con mi almohada, pensaba, ¿ como podía un alfeñique menor, con estampa de debilucho y malformado imponer tanto respeto?. Más tarde entendí. Mi héroe era como un náufrago que desembarcó en una isla peligrosa llena de caníbales.
Para poder sobrevivir, había tenido que aprender rápidamente muchas cosas. Se dio cuenta, desde el principio, que tenía que desarrollar virtudes extraordinarias si quería sortear las dificultades que le planteaba el ambiente. Trabajó incansablemente y lo consiguió. Por más pequeño que fuera, ¿quién se animaba a faltarle el respeto a alguien que podía amaestrar una inmensa araña venenosa?, ¿quién quería pelear con un chico que armaba su gomera como un rayo y le acertaba infaliblemente a cualquier pajarito, en la punta del eucaliptus más alto?, ¿se podía alardear de algún trofeo, con alguien que tenía una colección de peces de colores, pescados por él mismo en el fondo de su casa?
Yo pude unir mi historia de preso liberado con la de mi salvador, un pequeño Robinson Crusoe sobreviviente del naufragio que me enseñó en poco tiempo y en forma práctica una frase de Napoleón que mi padre había colgado en la cabecera de mi cama: “Imposible es una palabra que solo se encuentra en el diccionario de los tontos”
Pero escuchame bien, Bautista, porque ahora viene la mejor parte, el histórico partido que le jugamos a los Jiardina en su propia cancha…, ¡Bautista!..., ¡¿qué hacés?!..., ¡¿me tomaste de gil?!..., yo me esfuerzo para tratar de transmitirte un poco de cultura y vos ¡¿seguís con los auriculares colocados escuchando la porquería de música que guardás en ese aparatito infernal que te regaló tu viejo?!
FIN
(Guillermo B. Tambella)
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