Aquella mañana despertó temprano, sólo para continuar su sueño. Los ojos cerrados mantenían dentro, prisioneros de sus párpados, aquellos otros. Un fondo oscuro, los ojos celestes y la sonrisa tierna. Se habían despedido con un beso en la mejilla. Como amigos. Pero Quique y Rosa ya eran novios. En medio de aquella película, después de una hora de buscar valor y cuando ya no encontraba el aire para su corazón enloquecido, lo había logrado. Le tomó la mano y le dijo "Te quiero. Te querés casar conmigo?" en un susurro más prolongado que su aliento, el amor atragantado y la cara ardiendo. Al atisbar la respuesta en la penumbra azul de la sala, sintió su mirada clara y la presión de su mano. La mano derecha de Rosa, suave y húmeda. La acompañó hasta la casa en silencio. Al llegar, apenas le rozó el brazo; todo él estuvo (apretado y ansioso) en ese fragmento de piel. Ella lo supo y lo premió con su sonrisa.
A partir de aquella noche, Quique guardó un secreto. Seguían sus rutinas, charlas y juegos de amigos, pero el alma se le había vuelto tan honda y tan ancha que se le caía por los ojos. Todas las tardes la veía. Caminaban de la mano, en silencio y cambiando miradas furtivas. Y por las noches, comenzó su sueño repetido, tan real como la vida. Estaba en medio de una calle empedrada y desierta y comenzaba a volar. Sin esfuerzo, sin movimientos, impulsado sólo por el viento cálido de su pecho, por el torrente de su corazón, que ocupaba todo el pecho. Se iba elevando lentamente, los brazos extendidos para abrazar al mundo y madurando un estallido sin dolor. El aire de la altura le hacía brotar lágrimas que no eran de tristeza ni de alegría sino de arrobamiento. Se acercaba al sol por el espacio tibio y celeste hasta que conseguía tapar la tierra con la mano abierta. Le extrañaba volar solo. Rosa no estaba, pero Quique podía volar por ella. Porque ella lo había deshecho y vuelto a hacer; más sólido y más liviano. El ya era otro: era él con el rastro de Rosa. De La Mujer.
Un día todo terminó, como Quique siempre supo debía terminar. El dolor fue intenso pero bueno, porque no fue el de un niño. A Quique ya le dolía como a los hombres. Y su futura ternura, la que había encontrado en aquel cine, tuvo durante toda su vida la fragancia y el color de Rosa, de su novia secreta.
(De "Historias de Juan Ordoñez y otros cuentos"
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