“Había en la misma comarca unos pastores que dormían al raso y vigilaban por turno durante la noche su rebaño”. Lc. 2,8
Al despertar no sintió las piernas. Gracias al frío no le dolía el pie contrahecho, esa maldición de Yahvé. Entreabrió los ojos. Las nubes diminutas aún iluminadas por el poniente —las del cielo negro y las del aliento de las ovejas— anticipaban una noche serena. Más allá de la manada vio a Jorim caminando arriba y abajo con un crepitar sordo de hierbas heladas. Belén ya estaba sumergida en las tinieblas. Solo la cumbre del Hebrón conservaba recuerdos del sol agónico. Sacó un trozo de pan del morral y comenzó a frotar sus piernas mientras lo masticaba. Con la sangre, volvió a circular la amargura y la rebeldía. Comenzaba su turno de vigilar. Con un silbido avisó a Jorim. Éste lo vio y sin un gesto se tendió en el piso envuelto en su manta. Apoyándose en el cayado, David se incorporó.
Mejor será caminar para quitarme este frío endemoniado. Debería haber traído la manta de lana del establo, solo que si lo advierte Cosam... el maldito estaba demasiado borracho. Pero sería bueno que lo sepa, ya no soy un niño. Algún día, algún día... No creerá que voy a tolerar eternamente sus golpes, sus insultos, peores que los golpes. “Tullido, hijo de nadie, hijo de ramera o de leprosa, quién lo podrá saber. Inválido, que te quito el hambre no sé por qué, deshecho del demonio...” Que si no conocí a mis padres no interesa, que me basto solo, si yo mismo me elegí un nombre y me lo elegí de rey, del más grande. Y él, sucio tiñoso que me quiere meter la Ley y los Profetas a golpes, que se quedó sin familia por vicioso y perverso. Cualquier día de estos... y si no fuera por este pié baldado, retorcido, y esta pierna débil... y tal vez haya sido leprosa nomás mi madre o ramera y esto que soy yo es el castigo que Yahvé le reservó...
David el pastor, con nombre de rey pastor, volvió a estar agobiado por el vacío de su vida. “Como esclavo que suspira por la sombra...” Se sentó sobre el piso húmedo.
Pero yo no soy esclavo ni suspiro como una mujer. Llegará el momento en que este odio esté maduro, bien maduro y tú, Cosam, pagarás por mi maldita madre y mi maldito padre, saldarás sus deudas y las tuyas. Y no será Yahvé sino yo mismo, el tullido que desprecias, que castigas y humillas el que...
El rencor lo sostenía. David no sabía llorar, pero podía odiar como odian los hombres. En sus sueños él era un hombre entero, de brazos y piernas fuertes y que como el otro David, el que reinó cuarenta años, era capaz de sujetar al león y al oso por la quijada y matarlo a golpes. Solía despertar cubierto de sudor, después de luchar batallas heroicas, su espada chorreando sangre de malvados de sonrisa oblicua y ojos turbios, la mueca repugnante de Cosam, o la llaga maligna de lepra en lo que fue cara de una ramera, cabeza sucia degollada colgando de las greñas...
David no reparaba en las estrellas que cubrían la montaña como un manto. Distraído, vigilaba las ovejas. Al abrigo de su ira se sentía mejor. Completo y sólido como una roca.
Cuando tambalearon los cimientos de la tierra, el trueno lo ensordeció y quedó ciego por el resplandor de mil soles. No vio al gigante al principio ni pudo saber de dónde vino, pero ahí estaba. Con voz poderosa y profunda ahuyentó el temor (David no había encontrado dónde ocultarse) “Os anuncio una gran alegría... ha nacido hoy en la ciudad de David un salvador, que es el Cristo Señor... envuelto en pañales y acostado en un pesebre...” Y una multitud del ejército celestial: “Gloria a Dios... paz a los hombres...”
Sentado en una piedra de la gruta, David dejó abandonada su mano al lado del recién nacido, que en brazos de la madre, una joven de mirada mansa y pensativa lloraba, tal vez de hambre o de frío. El niño estrechaba con sus pequeños dedos el sucio y curtido índice del muchacho que, conmovido, se mantenía inmóvil. Jorim, de pie al lado de David, en un intento por acercarse más al niño había pasado un brazo sobre los hombros de su compañero. “Su nombre es Jesús” había dicho el padre ante la pregunta de David. Los demás pastores, también avisados por el gigante de luz y el coro celestial, adoraban de rodillas al Cristo, el Mesías anunciado por los profetas.
Nunca un amanecer tuvo tantos colores para David como aquel. De regreso a su colina hicieron con Jorim un alto para contemplar la llegada de los primeros rayos del sol. La bruma del desierto era ahora rosa, su cielo violáceo y la hierba verde de claros e intensos reflejos. “Así debía suceder Jorim. Está escrito: de Belén ha de salir el que ha de dominar en Israel, el que se alzará y pastoreará con el poder de Yahvé. Él será la paz y la luz, tendrá para el cansado una palabra alentadora, lo admirarán las naciones y ante él los reyes cerrarán la boca. Como su padre David, que también es mi padre, pastoreará a su pueblo con corazón perfecto y lo guiará con mano diestra. Porque también él, como nosotros, será pastor, será nuestro pastor, Jorim. Como nuestro padre Abraham, como Jacob que apacentó los rebaños de Labán, Moisés los de Jetró y mi padre David los de Jesé. Y el mismo Yahvé, como el rey David cantó: Yahvé es mi pastor, nada me falta. Por prados de fresca hierba me apacienta. Hacia las aguas de reposo me conduce, no temeré ningún mal... ya no temeré ningún mal... Sí, todo esto lo sé gracias a mi señor Cosam, Él fue quien me enseñó las escrituras... es un hombre triste Cosam, debe guardar un gran dolor que yo no supe ver”.
David caminaba detrás de las ovejas cuidando que no se pierda ninguna. Ya no le molestaba el pie contrahecho y mientras bajaba rengueando la colina, bromeaba con Jorim que precedía a la manada. Cada tanto, David acercaba un dedo a su nariz. Estaba seguro de que aún conservaba el perfume del Mesías.
jueves, 13 de diciembre de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario