Santa terminaba de filetear la frase en el respaldo del trineo: “Un pan para el niño pobre que tiene hambre, un tren eléctrico para el niño rico que tiene tristeza”. Se alejó tres pasos y contempló satisfecho el nuevo aspecto del carruaje. Tal vez un poco recargado en los dorados —pensó— pero ése es el estilo que más está gustando en mi zona.
Se había reservado para sí la distribución en el hemisferio norte. Viviendo en el polo de arriba le resultaba más aliviado bajar con las bolsas repletas de regalos, para subir después con el trineo vacío. En el resto del mundo hacía varios años que el reparto estaba tercerizado. Para la parte inferior de América el representante contratado era un minero de La Paz (Bolivia) cansado y sin trabajo, algo lento aunque bastante responsable; para atender a África un camerunés que no necesitaba vehículo, ya que repartía sus regalitos corriendo descalzo y para Asia un fakir ensimismado y desnutrido que cumplía en silencio con su trabajo. No era personal de lo mejor, pero trabajaban por poca plata y además los chicos de aquella parte del mundo lo agradecían igual. Por otra parte, los Santa Clauses del sur no tenían que lidiar con tanto problema como él. Hoy mismo, a pocas horas de la Nochebuena, debió mantener una desagradable reunión de negocios con el gerente de marqueting de “High life toys” empeñado en colocar su nuevo producto, la muñeca parlante y articulada “Princesita bondadosa” a un precio que casi duplicaba el del mercado. Argumentaba el ejecutivo que la gran ventaja del producto era que solo emitía mensajes amables y acordes al espíritu navideño. Para los niños que lo prefirieran ofrecía por otra parte otro tipo de muñeco, un soldado de mandíbulas cuadradas, armado hasta los dientes y programable, capaz de destrozar a enemigos negros, chinos o de color aceituna.
Pero los problemas de Santa no se limitaban a discusiones con proveedores. Había tenido que atender reclamos airados de varias cámaras empresarias que lo acusaban de no activar debidamente la economía, como si él fuera el culpable del enfriamiento del mercado. Por si esto fuera poco, tenía a dos de los renos con moquillo y los demás, recargados de trabajo, habían dejado de ser enérgicos y vitales. Como guanacos tristones y filosóficos, inclinaban el ánimo al examen de conciencia en lugar de infundir optimismo y proponer emociones dulces y agradables. Y es sabido que la Navidad no está programada para crear en nadie sentimientos de culpa sino más bien para dejar a los usuarios satisfechos de su propia bondad.
Estaba Santa distribuyendo los obsequios con todas estas preocupaciones en su blanca cabeza cuando en su tercera salida sucedió aquello. No es posible dar más precisiones. No hay detalles. Hubo, eso sí, estallido de sensaciones, luz enceguecedora, titilar de estrellas multicolores, viento huracanado, terroríficos truenos, conmoción planetaria. Santa Claus, el mismísimo corpulento Papá Noel, cayendo con trineo, renos, bolsas de juguetes y todo en el vacío, girando como perinola enloquecida, tropezando después por un mundo plano en tiempo y espacio. Fue un sueño fenomenal de un instante interminable. Por fin, y derrumbado boca abajo en un paisaje agreste, oscuro y quieto, quedó Santa esperando no sabía qué. El silencio era ahora sobrecogedor. De a poco, fue buscando el anciano localizar dolor de huesos rotos. Palpó su cabeza, y a la luz de las estrellas miró sus manos. No pudo ver sangre. Increíblemente, no sentía dolor alguno, solo frío. Su rojo traje de raso y terciopelo había desaparecido, lo mismo que su voluminoso abdomen, su trineo y sus renos. Se encontró vestido con una manta rústica de color indefinido, sandalias de pordiosero, precario bastón de palo. Al ponerse de pie lo hizo con sorprendente agilidad. Miles de estrellas colgaban del profundo cielo negro mientras la brisa acunaba una melodía que recordó a Santa su lejana infancia. Cuando llamó a sus renos, el que acudió con mirada paciente y comprensiva —hubiera jurado que guiñó uno de sus ojos— fue un asno color caramelo, que apoyó su tibia panza en el costado de Santa. Con un cabeceo de grandes orejas lo invitó a subir.
Bajaba de la colina el burro montado por el viejo. Santa se dejaba llevar, estaba seguro de que el animal conocía el camino. A los costados del sendero y esparcidos por la ladera, estaban los juguetes. Las muñecas parlantes y articuladas, los feroces soldados, los trencitos eléctricos, solo que ahora eran todos de madera seca. Los pastores los recogían, los agregaban a los fogones y conversaban entre ellos, animados y felices. Una vez en el pesebre, el animal acercó su hocico al bebé para darle calor. El anciano se arrodilló —era un gesto casi olvidado— y pidió perdón. En un rincón de la cueva, los tres magos: el boliviano, el camerunés y el paquistaní, erguidos en toda su dignidad, obsequiaban al padre del niño, un carpintero del linaje de David, sus regalos regios.
viernes, 14 de diciembre de 2007
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