sábado, 8 de diciembre de 2007

POLVO EN EL POLVO

Hubo un tiempo en que hubiera sentido, en que hubiera podido sentir el mecer rítmico del aire suave y seco del desierto, acompañar el crecimiento de mi frágil cuerpo verde, gozar del seguro anclaje de mis raíces, en que hubiera sido capaz de comprender el mensaje estimulante del sol reclamándome desde lo alto. Fue cuando, al tiempo que observaba brotar mis frutos sin conciencia ni emoción, comenzaba a morir. Tampoco conocí la angustia del final. Simplemente obedecía, sin saber a quién ni por qué. Sin alma, sin propósitos, sin memoria. Estaba en mi colina, sola, aunque acompañada por miles de mis hermanas, tan prescindibles como yo. Un día me cortaron, me unieron a otras en haces y me separaron de mis granos —mis hijos— por el rechazo de la criba. Por fin, me arrojaron como pobre alimento de animales. No tenía de qué quejarme ni por qué alegrarme. Estaba, pero no era. Existía, tenía en mis fibras el soplo de la vida, pero era incapaz de saberlo, de gozarlo o de sufrirlo. Era pienso, parte minúscula de un bocado animal, o tal vez solo basura desechable. Y ahora, que llegué a ser imperceptible polvo disperso, briznas de creación, invisible a todos, ahora que no estoy, ahora soy. Porque fui el sujeto de un milagro ignorado —ahora sé que así son los milagros, casi todos los milagros— inexplicable, inmerecido y asombroso como todos. Ahora tengo conciencia, recuerdos, emociones, mi paraíso. Aquella noche nací, fui una de las elegidas, comencé a ser cuando se me creía muerta, cadáver de una espiga. Porque fui apoyo de Su cuerpo. Primero sentí el calor. Y entonces conocí el sentimiento, descubrí el pensar, evoqué recuerdos perdidos, rescaté propósitos ignorados. La vida entera me hizo suya y yo me sumergí gozosa en ella. Yo guardé aquel calor inaugural. Sabía —no sé cómo ni por qué— que la única forma de conservarlo era devolverlo (mi primera certeza fue una paradoja). De modo que, al tiempo que asistía a la revelación, a la flamante conciencia de mi vida, le di abrigo y blandura, devolví su calor. Porque aquel calor no había nacido de mí, era el suyo. Era el desvalido calor de Su cuerpo recién nacido. En aquel momento Él, que me había llamado a la vida, necesitaba de mí, del desecho, parte minúscula de un bocado animal, poco menos que basura. Por eso conservé su calor y por eso se lo devolví.

Aún hoy, cumplido ya el ciclo de mi vida visible en la tierra, transformada mil veces, cuando solo soy polvo en el polvo, perdida en lo infinito, irreconocible, inhallable, parte minúscula de casi nada, sigo viva. Porque con el resto de la creación soy testigo de que en un momento de aquella noche fría de montaña, el Amor llegó al mundo.

(de “El Otro Reino”)

No hay comentarios: