No tenía hambre ni ganas de calentar agua para preparar algo de comer. De la despensa trajo un pedazo de queso y de galleta, comió al lado del fuego y después de apagarlo, se acostó. Le rezó a un Dios improbable e indiferente. El cansancio y la tristeza le hicieron dormir un sueño profundo, un sueño sin caras amigas, sin imágenes ni esperanza.
Cuando despertó a la mañana tardó bastante en recordar. El hambre le ayudó a salir de la carpa y la perspectiva del desayuno lo mantuvo ocupado. El fuego, el agua, buscar en la carpa de la despensa el café y la leche en polvo, lavar el jarro… Pero pasada la actividad, fue comprendiendo: una mañana de campamento en Bariloche, aún una mañana luminosa y cálida, puede estar vacía. Sin notarlo, el vacío se le fue metiendo adentro. Ese paisaje no era para él. Le daba la espalda, lo ignoraba. Su presencia no era necesaria ni modificaba nada. Si en ese momento se hubiera disuelto en la nada, nada cambiaría. Muchos años después, rebuscando en la memoria, no consiguió recordar los momentos de aquel día. Seguramente estuvo buscando un motivo para moverse y seguir respirando. Muy de tanto en tanto, allá arriba, pasaba un auto por el camino dejando su nubecita de tierra blanca. Era un consuelo para él cuando la bocina respondía a su saludo. Lo veían, seguía dentro de su cuerpo. Conoció el miedo. Visceral, metafísico. Sabía que no estaba expuesto a ningún peligro que pudiera imaginar. Pero también que él no importaba y que era menos que la nada. Porque él lo sabía.
Acostado cerca del fogón apagado, fue dejando que el frío del nuevo atardecer lo fuera ganando. Había entrado por los dedos y ya estaba llegando al pecho. Con la mirada en las estrellas, el vacío y el hielo del espacio lo estaban aceptando como suyo.
Tardó un rato en tomar conciencia de las voces. Se habían ido acercando por el camino, indistintas, inarmónicas, humanas. Voces con risas y cantos, inconfundibles voces de campamento. Como pudo se incorporó, venciendo la rigidez y el dolor de las rodillas. Subió al camino.
—¡Hola…! (levantó la mano mientras caminaba lentamente hacia el grupo que se acercaba. No quería que se le notara el golpear del corazón)
—¡Hola, pibe…¿Qué andás haciendo…?
Se unió a ellos. Alrededor de treinta muchachos más o menos de su edad. Era el campamento de una parroquia de Buenos Aires y tenían sus carpas sobre la ladera del Goye, del otro lado del camino, muy cerca de las que debía cuidar. Recién en ese momento, Rafael se dio cuenta de que después de casi dos días de soledad, no había tenido ánimo para mirar a su alrededor.
Lo invitaron a comer. Volvían del cerro López, llenos de anécdotas y aventuras. En el fogón, en sus cantos y bromas con claves que desconocía, intentó ser uno más pero no pudo. El calor era ajeno y él, sólo un intruso.
(continuará)
(de “En carpa”)
jueves, 15 de noviembre de 2007
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