El campamento se iba a hacer en dos tandas de veinte días cada una. En aquel tiempo se prefería que los contingentes a Bariloche no fueran demasiado numerosos; veinte o veinticinco muchachos ya era mucha gente. Si había más candidatos, se desdoblaba el grupo. De paso se ahorraban esfuerzos: la primera tanda transportaba hasta Colonia Suiza y armaba las elefantiásicas carpas de pesada lona verde, gruesos postes y cumbreras de madera con espacio para cinco o seis catres; otra carpa para ser usada como despensa y alguna estructura techada para mantener el fuego en días de lluvia. La segunda tanda, al terminar el campamento, debía desarmar y embalar carpas y catres y traer todo de vuelta. El lugar iba a ser el de siempre: a cien metros de la casa de Don Goye y bajo los árboles, en una playa de gruesa arena y cantos rodados sobre el lago Moreno. Allí ya estaba preparado el sitio para el fogón y el senderito que bajaba del camino de ripio. Casi borradas, también las huellas de carpas de años anteriores.
Aquel año había una dificultad. Entre el regreso de la primera tanda y la llegada de la segunda, quedaba un lapso de tres días durante el cual alguien debía cuidar las carpas. Rafael estaba anotado para la primera y en una de las reuniones previas al campamento lo propusieron como encargado de esa vigilancia. Era estudiante y no tenía que preparar materias para marzo por lo que disponía de todo el verano. Por si hacía falta, lo terminaron de convencer con un argumento de peso. Iba a participar de las dos tandas y a pagar sólo una. Casi dos meses de campamento. Por supuesto que aceptó encantado y además, con cierto orgullo infantil. Le tenían confianza.
La llegada del tren a la estación de Bariloche tuvo la agitada confusión de siempre. Mientras la mayoría se ocupaba de bajar equipajes por las ventanillas y de amontonarlos en el andén, otros tramitaban en el vagón de carga la entrega de los cajones con provisiones, los postes y las bolsas de las carpas. Era la conocida mescolanza excitada de cientos de muchachos y chicas de distintos grupos donde todos tenían indicaciones que hacer, cosas que reclamar, bultos que perder. Al final, como si el desorden no hubiera sido tan grande: el milagro. El camión que tenía que llevarlos a Colonia Suiza quedaba cargado con todo lo debido en un tiempo razonable y con los veinte campamenteros sentados sobre cajones, bolsas de marinero y bultos de contenido ignoto. A pesar de haberse conocido la mayoría al subir al tren, después de los dos días de convivencia compartiendo privaciones, ya eran todos amigos.
En la memoria de Rafael, aquel campamento dejó seguramente alguna huella. Pero sólo fragmentos de recuerdos, imágenes y momentos que pasaron a sumarse sin orden ni sistema a otros parecidos. No pasó lo mismo con los tres días en los que quedó a la orilla del lago cuidando las carpas.
“Chau… buen viaje… a la vuelta nos vemos…” Había estado ayudando a subir los bultos y el último campamentero ya había trepado a la caja del camión donde todos cantaban a grito pelado. Por fin arrancó y con gran esfuerzo comenzó a rodar por el ripio. Junto con los compañeros que saludaban, Rafael se veía desaparecer. Eran apenas las tres de la tarde.
Quedó al costado del camino hasta que se esfumó el polvo del camión y se apagaron los cantos. Recién entonces tomó conciencia del silencio. Y a entrever lo que tenía por delante. Bajó despacio por el sendero y se sentó a la orilla del lago. Allí podía escuchar el batido rítmico de las olas diminutas sobre las piedras y seguir el trayecto de las virutas que llegaban del aserradero, del otro lado de la bahía. Subían y bajaban con el agua, pero no parecían avanzar. En cambio, las nubes escasas y blandas se deslizaban; desde los filos del López cruzaban el cielo lentamente, muy lentamente… Algunas tenían formas que podía reconocer. La cabeza de un león, un castillo, una mujer dormida… Pero insensiblemente iban perdiendo la forma y no conseguía darse cuenta en qué se estaban transformando cuando ya se perdían detrás del Goye. De la otra orilla llegaba cada tanto alguna voz. Se había aguzado mucho su oído o tal vez lo alcanzaban los sonidos de la memoria. No hay pájaros en Bariloche. O tal vez no era la hora en que se llaman entre ellos, o en que se encuentran para conversar en el nido. En ese momento se dio cuenta de que nunca había visto un nido entre tantos árboles. Y —pensaba— deben tener un nido. Ningún pájaro vive solo.
Se levantó entumecido. Comenzaba a llegarle el frío del lago. Le pareció conveniente recorrer las carpas en busca de algo olvidado, de algo por ordenar. No quería mirar el reloj. Era consciente de que el tiempo estaba inmóvil, como todo. No encontró nada para acomodar o cambiar de lugar. Los catres habían quedado bien armados, en la carpa de provisiones los cajones estaban tapados, no había papeles sueltos… Eran seis las carpas. Dos eran nuevas y las manos quedaban aceitadas al pasarlas por su lona verde oscuro. Le gustaba el olor a linaza de la lona nueva y podía elegir, por lo que puso sus cosas en una de ellas. Estaba (le pareció) más cerca de las otras, como protegida o acompañada. Intentó ponerles nombres para identificarlas, fabricar o descubrir su personalidad. No lo consiguió. No estaba entrenado en el arte lamentable de los solitarios. Entró en cada una, buscó en los alrededores del fogón y en el hueco del árbol que se usaba como depósito de cosas perdidas. Todo estaba en orden. Por si llovía, repasó con la pala las zanjas de desagüe de las carpas y les aflojó algo los vientos, juntó leña y prendió fuego. Aún era de día, pero tenía que hacer algo. El fuego era lo único vivo. Se quedó viendo sus cambios impredecibles. Trató de anticipar el instante en que alguna ramita en llamas se quebraba bajo el peso de las otras, de adivinar el momento en que ocurrirían sus periódicas explosiones y desmoronamientos. Anochecía cuando notó que por detrás del murmullo del fuego había aparecido otro. Un lejano viento de lejanas cumbres, continuo y monótono, silbido grave y ondulante que acentuaba el silencio total del lago y de la montaña.
(continuará)
(de “En carpa”)
lunes, 12 de noviembre de 2007
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