En una de esas charlas alrededor del mate que solemos tener en los lugares de trabajo, un colega se quejaba de los problemas que lo preocupaban. Porque no era Un problema. En realidad se podían resumir en tres.. Exceso de trabajo era uno. Del hospital tenía que ir corriendo a la clínica donde tenía citada siempre más gente de lo deseable, de allí a otra clínica para controlar a tres pacientes internadas, y por último a su propio consultorio donde vaya a saber lo que le esperaba. El segundo problema, si bien era circunstancial lo fastidiaba especialmente. Su flamante lancha, que no había salido nada barata, se negaba a funcionar por no recuerdo que problema mecánico, por lo que se le habían estropeado los planes para el fin de semana. Y por último, una de terror: le habían comunicado que debía pagar una suma por impuesto a las ganancias muy por encima de lo calculado. Tan preocupado estaba nuestro amigo que la conversación terminó girando en forma exclusiva alrededor de la motonáutica, política impositiva y psicopatología del paciente ansioso, hasta que, en mi afán de ayudarlo en circunstancias tan estresantes, se me ocurrió de golpe, como imagino sucede con todas las ideas geniales, LA solución. Feliz de la ayuda que le daba y que seguro mi amigo agradecería profundamente, emití mi propio ¡Eureka! “Fulanito —le dije— Ya está. Hacé una cosa: vendé la lancha, renunciá a la clínica con lo cual vas a poder dormir la siesta como Dios manda, y al ganar considerablemente menos, la D.G.I. te incluirá entre los menesterosos y así no vas a pagar nada”. Es decir, que con una sola decisión se le solucionaba toda la vida. El silencio que se hizo a mi alrededor fue llamativo. La pava quedó inmóvil en el aire, las miradas convergieron hacia mí y las caras de mis colegas eran especialmente inexpresivas. Después de un instante, la conversación siguió por donde se había interrumpido. Todavía me pregunto si lo genial de mi idea los había impactado tanto que quedaron sin palabras, o si lo que pasaba era que estaba fuera de contexto y que el aporte de quejas y opiniones formaba parte de un complicado deporte desconocido para mí con inviolables reglas implícitas que yo había trasgredido. Como a Dios gracias yo no soy un trasgresor ni lo quiero ser, desde entonces callo con respeto cuando presencio este tipo de tenidas y espero afanosamente tener un motivo de queja realmente importante para poder hacer mi aporte.
(de "Filosofía de Boliche")
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