La luz era escasa. No venía del cielo ni de la tierra sino de la espesa niebla luminosa que nos cubría. Se podía ver sólo algo más allá de las propias manos y casi adivinar el sendero. Miré de reojo a mi compañero. Me interrogó con la mirada, pero mi única certidumbre era que debíamos avanzar. Ambos lo hacíamos con pasos titubeantes, evitando las piedras y raíces que aparecían a nuestro paso. Tratando de no tropezar. Los brazos extendidos y la vista en el piso. Como los ciegos. En un momento el sendero se dividió en dos, estaba seguro de eso. Sólo que los que aparecían divergían muy poco, como si la opción por uno u otro fuera indiferente. Algo —no sé si una voz, tal vez una intuición—, me aconsejaba seguir uno de ellos. A falta de una mejor razón, obedecí a la voz, a pesar de que el sendero elegido parecía ser el menos transitado. A medida que avanzaba, siempre vislumbrando el suelo escabroso, reparaba que estas opciones apenas discernibles se repetían con mayor frecuencia. El sendero se dividía una y otra vez. Muchas veces seguí la inspiración del momento (debo reconocer que nunca me faltó) otras muchas le hice caso omiso y preferí el sendero más llano y recorrido. Con el tiempo recordé que al comenzar el camino nos habían entregado un voluminoso manual de instrucciones. En aquel momento lo había guardado en mi mochila, casi sin prestarle atención. Movido por la curiosidad, hice un alto y lo leí.
Era un libro, por decir lo menos, curioso. Más que instrucciones lo que tenía eran propuestas, sugerencias, como si el redactor temiera invadir, limitar la libertad del usuario. Hasta algunas de ellas estaban expresadas por medio de una fábula. Por otra parte no faltaban afirmaciones que eran en realidad paradojas extrañas y provocativas. Al terminar su lectura estaba fascinado. No sé bien por qué causa me propuse seguir estas instrucciones tan peculiares. Lo que sí puedo afirmar es que desde entonces, en el momento de optar, venía siempre a mi memoria alguna de las sugerencias del libro y que éstas siempre coincidían con los criterios de lo que yo había considerado hasta entonces como mi voz interior. En un momento de lo que, ahora puedo afirmarlo, era un sueño, cerré los ojos y me dormí. En este segundo sueño me elevaba sin esfuerzo. Flotaba sobre todo el panorama y podía ver que los que como yo avanzaban eran miles, y que las opciones que aparecían en los múltiples senderos (porque cada persona seguía uno propio) eran millones. Desde la altura descubrí también que al final de los diversos caminos se encontraba un horizonte cambiante. Uno de sus extremos era de hielo. Vacío, amargo y desolado. En el otro, se veía asomar el sol. Y la aurora que se insinuaba estaba llena de toda la belleza imaginable, de colores y música de pájaros. También presencié un hecho sorprendente. Muchos de los que habían elegido el sendero ancho y llano caían de rodillas al descubrir que se encaminaban hacia la nada. Poco después se los veía elevarse felices, llevados por algún poder invisible que los dejaba suavemente en alguno de los senderos que conducían a la aurora. Eran buenos ladrones, hijos pródigos, adúlteras, leprosos curados, publicanos arrepentidos. Al despertar de este segundo sueño seguí mi camino. Y en cada división del sendero, al tener que elegir entre alguna de las opciones, me guiaban no sólo mis primeras intuiciones, no sólo el manual, sino que era su mismo autor el que ahora me llevaba de la mano y me alentaba con su sonrisa.
“La senda de los justos es como la luz del alba,
que va en aumento hasta llegar al pleno día”
La Biblia.
Libro de los Proverbios, 4, 18.
(de “El otro Reino”)
viernes, 30 de noviembre de 2007
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