Había una vez en un pueblito del campo tres amigos que se llamaban Juan, Pedro y Pablo. Habían nacido el mismo día, estudiado en el mismo colegio y jugado con la misma pelota. Cuando se hicieron grandes, los padres les dijeron: muchachos, ustedes ya son grandes y deben aprender a vivir. Cada uno de ustedes debe caminar y caminar; trabajar, subir, bajar, remar y nadar. Cruzar desiertos, mares y cordilleras. Cada uno de ustedes va a conocer a mucha gente buena y a mucha gente mala. A mucha gente tonta y a mucha gente inteligente. Todos ellos les servirán. Tendrán que preguntar a los nuevos amigos y a los nuevos enemigos, pero también a las nubes, a las estrellas y a los pájaros, cuál es el camino que lleva al país donde se apoya el arco iris.
Los tres amigos prepararon sus mochilas. Las llenaron con comida en lata y con ropa nueva. Juan había visto salir al arco iris por el este, Pedro por el sur y Pablo por el oeste. Cuando Juan estaba por salir, sus padres lo llamaron y le dijeron: vos ya viviste muchos años en casa con papá y mamá. Guardá este espejito azul en la mochila; cada vez que quieras recordar lo que aprendiste de nosotros, sacalo de su bolsillo y miralo durante diez minutos. Allí podrás ver y recordar lo que te llevaste de tu pueblito y de tu casa. Podrás ver lo que está dentro de tu corazón y lo que te ayudará a encontrar el camino. Los padres de Pedro le dijeron lo mismo y le dieron un espejito rojo. Los de Pablo también y le dieron un espejito verde. Los amigos se despidieron con un abrazo. Estaban tristes porque se querían mucho y tenían que separarse, uno para el este, otro para el sur y el otro para el oeste, pero también estaban contentos porque ya eran grandes y comenzaban a vivir una gran aventura.
Pasaron muchos, muchos años. En una selva perdida del Asia, llena de monstruos feroces, de víboras y de arañas, Juan (que ya era un anciano) estaba caído al pie de un árbol, hambriento, solo y desnudo. Como estaba tan solo y tan triste le hablaba a un cocodrilo que asomaba su cabeza grandota de ojos inmóviles por sobre el agua del pantano. "¿Sabés, cocodrilo?" - le decía - "estoy perdido y no sé como salir de esta selva tan fea. Hace mucho tiempo yo tuve un espejito que me dio mi papá cuando salí de casa; al principio de mi aventura yo lo miraba para poder encontrar el camino al arco iris, pero cada vez que lo miraba aparecía su cara dándome consejos. Por eso lo tiré al mar. ¿Sabés, cocodrilo? Mi papá era un hombre muy importante. Mandaba a mucha gente que le hacía caso. Era el Dueño, el Jefe y el Director de muchas cosas. Y cuando me hablaba a mí, sus consejos también parecían órdenes. Y papá me daba muchos consejos. Por eso, cuando empecé a vivir por mi cuenta, aproveché para no hacerle caso al espejito que quería seguir mandándome. Y a mí no me gusta que me manden. Ahora me doy cuenta que sus consejos eran buenos, pero; ¿Sabés cocodrilo? No me sirvieron para nada".
A miles de kilómetros de aquella selva, en un mar Antártico de escarcha y acurrucado detrás de un bloque de hielo estaba Pedro. Muy viejito y sordo por el bramido del viento, con los pies y las lágrimas congeladas, hablaba con el aire. Lo hacía sólo con el pensamiento porque Pedro sabía que el aire no lo podía oír. Decía Pedro: "Gracias a vos, viento, el frío que siempre tuve adentro me está llegando al cuerpo. Siempre supe que mi aventura iba a fracasar. Estoy perdido ahora en este desierto como siempre lo estuve en el camino. Al salir de mi casa mis padres me dieron un espejito para que me ayudara a encontrar el camino hasta el arco iris del sur. Mis padres habían leído muchos, muchos libros; ellos debían saber. Y siempre me dijeron que nadie debía aconsejar a otro. Que dar consejos a un hijo era intentar que el hijo viviera de nuevo la vida de sus padres, que eso era autoritarismo. Que me dejara guiar sólo por mis sentimientos. Que debía inventarme mi camino, mis reglas, mi dios. Entonces, cada vez que miraba el espejito, veía mi propia imagen. Veía mi cara cada vez más vieja y desolada. Veía sólo mi incertidumbre y mi soledad. Por eso lo tiré de lo alto de una montaña, al fondo de una grieta oscura que no tenía fondo. Mi consuelo es que mis padres pueden dormir tranquilos. Yo nunca fui una carga para ellos. Y ellos, para mí, no existieron".
En un valle del oeste, a la sombra de los árboles florecidos, jugaban los chicos. La mamá estaba ordenando la casita mientras sonreía; estaba contenta porque su marido tenía trabajo y sus hijos estaban sanos y podían correr y jugar tranquilos. El abuelito los cuidaba mientras fumaba pensativo un cigarro. La hija mayor, que ayudaba a repasar los muebles, se acercó al abuelo. "Abuelito, ¿me contás de nuevo la historia de este espejito verde?" A la nieta le gustaba ver la cara serena y feliz del abuelo contando otra vez la vieja historia. Don Pablo tomó el espejo y mirándolo con los ojos iluminados le contó: "Me lo dieron mis padres cuando empecé a vivir. Ellos eran muy humildes, muy simples y muy, pero muy buenos. Siempre que necesito consejo, o compañía, o consuelo, lo miro durante diez minutos. Y ¿sabés, nena? vuelvo a ver sus caras que me sonríen y vuelvo a ver sus vidas honradas y simples. Y vuelvo a darme cuenta de que vivieron así para que yo sepa como se debe vivir". La nieta siguió con su trabajo. Mientras, como la mamá y como el abuelo, ella también sonreía.
(de "Historias de Juan Ordoñez y otros cuentos")
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