jueves, 27 de septiembre de 2007

EN TREN - 2

Lo primero era colgar las mochilas. Esto suponía ciertos conocimientos técnicos, o por lo menos haber tenido la oportunidad de comprobar que el lugar disponible siempre resultaba insuficiente. Por lo pronto, si se ponían encima del portaequipaje como algún desprevenido podría sugerir, no quedaba espacio para camperas, botines, guitarras, paquetes con comida, bolsas de dormir etc. que en el transcurso del viaje se iban a ir usando, descartando, volviendo a usar, consumiendo, etc. Se aprovechaba entonces el correaje de las mochilas para colgarlas de las tablitas del portaequipaje; así, de paso, se tenían los bolsillos siempre a mano, balanceando sobre las cabezas su carga de cigarrillos, fósforos, medias de abrigo por si refrescaba, barajas y algún salamín para casos de urgencia. Los asientos y el piso debían quedar libres para sentarse, circulas y dormir por la noche.
Una vez instalados, los melancólicos elegían abstraerse usando el pretexto de la ventanilla, los sociables continuaban interminables conversaciones (en la década del sesenta los campamentos comenzaron a incluir mujeres; a partir de entonces este grupo creció en forma abrupta) y los curiosos emprendían la primera de una serie de excursiones para explorar la alargada geografía del tren. Un viaje al coche comedor o a los vagones de primera clase era de rigor. Siempre sorprendían los aburridos rostros de sus ordenados y solitarios ocupantes.
En aquella época (y no me pregunte cuando fue eso porque importa poco) el viaje duraba alrededor de 43 horas. Se salía de Constitución a las 3 de la tarde y se llegaba a San Carlos de Bariloche a las 10 de la mañana, dos días después. Así que si no se aprendía a disfrutarlo, había que sufrirlo. Con un poco de entrenamiento, se podía lograr que el tiempo no alcanzara para practicar tanta actividad ideada justamente para matar el tiempo. Jugar a las cartas (casi uniformemente truco) cantar “La Balsa” o “Muchacha ojos de papel”, tocar la guitarra o confraternizar con grupos vecinos. También intercambiar y tratar de acabar con tanta milanesa, tortilla, pollo frío, empanadas, pastelitos, bocadillos varios y sándwiches apelmazados, de fragancias ambiguas y envueltos prolijamente en servilletas húmedas, como nuestras afligidas madres habían preparado.
El intentar dormir la primera noche a bordo del tren solía tener un éxito relativo. No así la segunda, ya con alguna práctica y sobre todo con mucho más sueño. Algunos elegían acostarse encogidos en sus asientos, otros sentados y apoyando la cabeza donde se pudiera. Otros, menos prejuiciados respecto de la limpieza (yo entre ellos) acostados en el suelo sobre la bolsa de dormir, con las piernas cruzando el pasillo y expuestas a los pisotones de transeúntes noctámbulos y distraídos. Siempre había algún técnico que sabía como desconectar las luces que perturbaban el sueño de la ya integrada comunidad de campamenteros del vagón. De todas maneras, alguna vez durante la noche pasaba el guarda a reclamar los boletos. Había guardas de distinto talante: algunos, cómplices y cancheros, que fingiendo ignorar nuestro ilegal oscurecimiento y esquivando piernas y cabezas, buscaban al también dormido responsable tratando de molestar lo menos posible. Otros, seguramente con la carga de una mala relación con hijos adolescentes, despertando a todos, obligando a conectar las luces y hasta llegando a exigir que cada uno ocupe un asiento para contarnos con grandes aspavientos.
En el tren, como durante el campamento, no se conoce la soledad. Se come en grupo, se duerme, se canta, se sufre en grupo. Se aprende a vivir en grupo o no se aprende nada. Pero el tren es sabio. Sabe que hay momentos en que se necesita estar solo y para eso los vagones tienen un estribo en cada punta. Sentado en el estribo, ensordecido por el golpetear frenético del metal que hace imposible el diálogo, se puede cantar a los gritos. Con el pretexto del viento frío que golpea la cara y arremolina las pestañas, también se pueden llorar las ingenuas tristezas de la adolescencia.
—¡Mirá…Ya se ve el Nahuel…! ¡Aquella montaña toda blanca es el Tronador! ¡Ese es el pico Argentino, ese más alto es el Internacional; medio escondido se ve el pico Chileno…! Los veteranos iniciaban a los novatos, todos asomados a ventanillas y estribos del lado izquierdo del vagón. El tren, lanzado a la carrera llegaba triunfal. ¡Aquel chato y con nieve en el medio es el López, aquel es el Capilla… Aquellos picos anaranjados son del Catedral… Allá lejos se ve el Lanín, allá el Osorno…! El paisaje familiar nos recibía. Algunos mudos, en su primer encuentro, otros volviendo a vivir el alma de la montaña, todos felices y emocionados. Estábamos en Bariloche, para varios de nosotros, nuestro segundo hogar.

(de “En carpa”)

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