—Pará, Leo. No te calentés que yo lo arreglo…
En aquel campamento a Bariloche, Guille se había dedicado a arreglar todo (MacGiver la decían) Cierres de carpas, mochilas descosidas, manijas de cacerolas. Pero que también tuviera habilidad para arreglos diplomáticos, para mí era una novedad. El asunto que me había enfurecido era un planteo del guarda. Todos los ocupantes del vagón (cerca de doscientas personas) con mochilas, chocolates, bolsas de dormir, paquetitos con recuerdos, cajas con salamines etc. debíamos mudarnos a otro vagón que estaba enganchado al lado. A su vez, los doscientos campamenteros del vagón invadido debían pasar al nuestro. Estábamos en la estación de Bariloche, volviendo del campamento y recién acomodados. Colgadas las mochilas, extendidas las mantas en el piso, escondidos los calentadores clandestinos, delimitados los pequeños ámbitos que la poco estudiada sociología de este tipo de viajes en tren supone. Lo mismo pasaba con los grupos instalados en el vagón de al lado, por lo que la rebeldía era general. Aducía el ferroviario: gordito, petizo, de ojos saltones y bigotitos ridículos, algún motivo burocrático que no se esforzaba mucho en aclarar (ya se sabe que la prepotencia es prueba irrefutable de autoridad). Los dos vagones eran idénticos y los cuatrocientos involucrados estábamos conformes con nuestros lugares. “Pero si Ud. presta la debida atención, caballero, podrá comprobar que este vagón es el A-4, mientras que el de al lado es el G-8” explicaba mientras señalaba unas chapas enganchadas en los extremos de cada vagón. “Y la reserva aclara muy bien que el que les corresponde…bla…bla.” Toda una estupidez. Para mi primitiva psicología, el efecto de ese razonamiento era el mismo que el que le produce un trapo rojo a un miura. Por eso Guille me llevó aparte y me dijo aquello de “yo lo arreglo…”
Agradecido y aliviado me alejé del problema y lo dejé hablando amigablemente con el funcionario. Se ve que enseguida hicieron buenas migas o fue quizá que para destacar mi condición de energúmeno intratable, el gordito lo adoptó a Guille como interlocutor privilegiado. Bajaron juntos del vagón y conversando a solas en el andén, encontraron en pocos minutos la solución al conflicto. Simple, obvia y perfecta. El guarda se limitó a mirar para otro lado, Guille a cambiar las chapas. El A-4 pasó a ser el G-8 y viceversa. Los aplausos de los cuatrocientos beneficiados fueron agradecidos disimuladamente por el gordito que alzó una mano mientras caminaba, lento y parsimonioso, hacia la punta del tren.
Dicen los que en estos últimos años van a Bariloche de campamento que en ómnibus se viaja más cómodo y en menos tiempo. No tengo motivo para no creerles, pero es posible que no estemos hablando de lo mismo. Nadie dijo que el tren sea rápido o cómodo. Pero tiene algo. Seguramente es algo relacionado con la camaradería, también con los momentos de soledad en la tierna melancolía del estribo, con el permanente y adormecedor golpeteo de las ruedas en las juntas de los rieles: “chúcu-chucu, chúcu-chucu…” Podría tratarse, pienso que esto es muy probable, con que en los tiempos del tren el mundo era joven y el futuro una aventura. Para mí, el viaje en tren: incómodo, sucio e interminable, era un ingrediente más del campamento y su encanto. Todo comenzaba en Constitución, alrededor de las tres de una tarde de enero…
Si bien los pasajes incluían la reserva del lugar, había que apurarse y ocuparlo de inmediato para evitar conflictos. Ocuparlo con gente, bultos o lo que fuese. De modo que, ni bien se habilitaba el vagón, tres o cuatro de los de más experiencia subían en tropel, recibían las mochilas que los demás les alcanzaban a toda velocidad por las ventanillas y las ponían sobre los asientos. Este acto de soberanía solía ser suficiente. Como otros campamenteros, futuros vecinos de viaje hacían lo mismo, el grupo de avanzada debía incluir a alguno con capacidad de diálogo y alguno con aspecto temible. Algo así como Relaciones Exteriores y Defensa. Abajo, en el andén, transpirados, nerviosos, excitados, desorientados e incontables se mezclaban familiares con campamenteros propios y extraños, todos apurados y pensando que tamaña confusión no podía terminar bien. Recién cuando el tren anunciaba su salida, los viajeros subían y los familiares que habían entrado a inspeccionar y curiosear bajaban del vagón, se comenzaba a saber quién era quién. Finalmente, cuando comenzaba a moverse con gran esfuerzo, junto con la despedida final agitando un brazo por la ventanilla, comenzaba la disimulada inspección de los otros grupos.
Pasado el riachuelo, el volumen de las voces comenzaba a bajar y el vagón a mirarse para dentro. Algunos, derrumbados y pensativos en el asiento con la mirada perdida en las chimeneas que pasaban, otros comenzando a organizar su lugar, otros trabando conversación y, de paso, averiguando el origen de los grupos vecinos. De todas maneras, ya a la altura de Turdera, todos ocupados en una tarea impostergable: liberar los asientos de mochilas, paquetes con milanesas y bolsas de dormir. Poner algo de orden en el lugar en que íbamos a vivir poco menos que apiñados los próximos dos días.
(continuará)
(de “En carpa”)
martes, 25 de septiembre de 2007
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