viernes, 12 de octubre de 2007

ECCE HOMO

Las manos le temblaban al Hueso cuando se sirvió un café, ya completamente frío. Bañado en sudor, sin embargo estremecido por escalofríos, se enjugó y se secó la cara con la toalla sucia que colgaba de un clavo.
Parece mentira que ya cumpla los tres años. Cada vez más linda y más pícara con esos ojitos vivarachos de laucha traviesa que tiene. Hubiera preferido el papel aquel de las estrellitas como brillantes. Justo se había terminado y me tuvo que poner el de los osos. El paquete quedó lindo al final con la cinta rosa en forma de moño que le agregó. Lo dejé bien escondido en el placard de la pieza, espero que la negra no deje que la lauchita lo descubra. Tenía todo preparado para tomarme el día libre, hace rato me lo postergan, pero al final no pudo ser. Estamos cada vez más recargados de trabajo y el jefe me lo pidió como un favor personal. A él no puedo decirle que no, muchas veces sacó la cara por mí, como le dije a la negra, ahora nos necesita a todos. Lo están apretando de arriba.
El suboficial Benítez entró al Centro por la puerta de atrás, la del zaguán. El consigna, medio dormido a esas horas de la madrugada, lo reconoció enseguida.
—Que hacés, Hueso.
—Hola Ricki. ¡Qué frío que hace aquí! ¿No te morís congelado vos, parado como una estatua?.
El Hueso se subió el cuello de la campera aunque el frío lo sentía en las piernas. Ya no recordaba desde cuándo no usaba el uniforme y esos vaqueros no lo protegían de la helada. De cualquier modo, al empezar a trabajar entraba en calor enseguida. —¿El Lobo está por aquí?
—No, no llegó.
—Bueno. Cuando venga, decile que yo estoy en la cocina trabajando al 178. Hoy creo que podremos tener alguna novedad.
Atravesó el galpón apenas iluminado. La humedad y el frío se le pegaban a la ropa. Se sirvió un café que hervía sobre la hornalla donde a veces calentaban los fierros.
—Che, Loco, esto es un asco. No me dejes hervir el café, ni se puede tomar.
El Loco contestó con un gruñido y se fue sin otro saludo. Terminaba su turno y no veía la hora de ir a su casa para pegarse un baño y dormir. Sobre la mesa había dejado algunas notas con las novedades. “A las 0300 el sujeto es examinado por el doctor por haberse desmayado por tercera vez en la noche. El médico autoriza a continuar el interrogatorio. Se sigue con la picana una hora más y se lo deja en depósito. No hubo novedades, ningún nombre para agregar a los de la lista”. El Hueso ojea el informe. Estos inútiles no son capaces de hacer hablar ni a un ama de casa. Caminó unos pasos hacia la pared en penumbras. El 178 estaba colgado de las muñecas, los pies a diez centímetros del suelo.
—¡Qué hacés, bosta! Descansando ¿No? —Con unos varillazos consiguió la respuesta de un gemido. El cuerpo desnudo y deforme estaba cubierto de llagas y quemaduras de distintas edades. El olor de la mano gangrenada se sumaba y cubría el acre de sudores y orina.
—Recién ahora vas a saber lo que es bueno, hijo de mil putas. Me voy a sacar el frío con un jueguito, y me vas a cantar algunos nombres de los que estuvieron con vos en la villa llenándole la cabeza a los negros. ¡Enseguidita me los vas a cantar, mierda! ¡Antes de que llegue el Lobo me los vas a cantar, sabés, reputo!
Acompasadamente, con el método aprendido, iba el Hueso castigando con la varilla de mimbre, usando toda la fuerza de su cuerpo descansado. Los genitales, las llagas de las nalgas, el abdomen hinchado como un globo, la cara deforme. Al mismo tiempo, invocaba a los fantasmas que defendía. ¡La Patria, nuestra forma de vida, nuestra cultura cristiana, nuestros hijos!... ¡Por la Lauchita! ¿Sabés, hijo de puta que por vos me pierdo su cumpleaños?
Pasadas dos horas tuvo que llamar al médico. El cuerpo sangrante ya no respondía.
—¿Pero no te das cuenta Hueso, que éste se muere? Pará la mano y no seas pelotudo. Que el Lobo lo vea respirando. Acordate del despelote que nos hizo el mes pasado por culpa de aquella vieja que se nos quedó... Che, y de paso, no me rompan las pelotas cada media hora, ¡aprendan a trabajar, que joder!
Se apoyó en la pileta. Necesitaba algo firme conque parar el temblor. Dejó la toalla con asco. Le subía del estómago una repugnancia y una furia que se hacía más intolerable al no tener destino. Hubiera querido romper la pared a trompadas. ¡Y todo esto por estos hijos de puta que se creen padrecitos de los pobres! ¡Mirá lo que tengo que hacer por vos, Lauchita! El Hueso comprendía su furia. Lo que aquella vez no pudo comprender fueron las lágrimas. Porque cuando llegó el Lobo al Centro y al entrar a la cocina lo interrogó con la mirada, eran lágrimas las que resbalaban por su cara cuando a modo de saludo le dijo: “Mi teniente, aquí tiene al hombre!

(de “El otro Reino)

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