jueves, 25 de octubre de 2007

1989

Sin querer, como suelen pasar esas cosas, fuimos armando el grupo. Dos cincuentones y tres veinteañeros, relacionados por parentesco o amistad, pasaríamos quince días juntos en la montaña compartiendo una carpa. Nos conocíamos: seguramente lo pasaríamos bien. Y efectivamente, así fue. Lo que no sospechábamos era que recién al terminar el último día el campamento nos dejaría ver su significado profundo. Sólo entonces todo cobró sentido. Cada personaje había ganado un protagonismo que lo hacía imprescindible en la trama. Todos los hilos sueltos quedaban anudados en una solución perfecta. Cada uno había dado según su capacidad y había recibido según su necesidad, como los primeros que se permitieron creer en la utopía del carpintero de Nazareth. Pero no sólo eso. Todos aprendimos algo que es mucho más valioso que el recuerdo de aquellos quince días. Recién hacia el final de la obra, quizá en las últimas líneas del guión, puede estar la clave que sirve para interpretar todo: un campamento o una novela. Y quizá también una vida.

(de “En carpa”)

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