Quizá una de las expresiones del lunfardo más usada entre nosotros sea la palabra “chanta”. El término en cuestión tiene varias acepciones, pero para una de ellas no se conocen sinónimos. Por lo tanto, si no existiera ya esta palabra, habría que pensar en inventarla. El “chanta” así entendido es un personaje familiar. Se lo encuentra en todos los ambientes y profesiones y es fácilmente reconocible: seguro de sí mismo, tiene opinión formada sobre cualquier cuestión que se le plantee. Si el tema le es absolutamente desconocido, lo desprecia por irrelevante. En realidad, no tiene opiniones sino conclusiones, siempre categóricas. Más que conocer las distintas disciplinas, las domina, ya que su discurso moldea la realidad. Tiene la última palabra, la que cierra el debate, sobre política económica, filosofía, fútbol de salón, geopolítica, estrategia militar, astrología, historia de las religiones y comercialización del sorgo granífero. Felizmente, la condición de chanta no es incompatible con la seriedad y la prudencia en algún tema, que suele ser el que realmente entiende. Así se puede ver a un investigador científico de primer nivel en bioquímica ejerciendo su chantería con total soltura cuando se habla de hidráulica, o a un premio Nobel de Medicina chanteando impávido sobre astronomía. Como, modestamente, yo también sé algo de ciencias de la educación, sostengo que al terminar la escuela, todos los educandos deberían ser obligados a escribir en el pizarrón 2.000 veces: NO SÉ – NO SÉ – NO SÉ, etc. arrodillados sobre garbanzos. Te lo digo yo que la tengo clara.
(de “Filosofía de Boliche”)
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