Los chicos siempre lo supimos. Lo paradójico fue que desde muy pequeños se nos enseñó mediante cuentos de hadas y de príncipes algo en lo que no creían los adultos, esos que los imaginaban. Como si el castigo por querer engañar a los niños consistiera en una broma colosal: todo era cierto y muy pocos lo sabían ver. Esa historias tenían siempre un final feliz. El triunfo era de los buenos. La bondad prevalecía sobre la malicia, la humildad sobre la soberbia, el amor sobre el odio, la debilidad sobre la fuerza y el poder. Nuestra inocencia de niños lo aceptaba como la confirmación de algo evidente. No podía ser de otra manera. Para hacer más grande la ironía, todos los años organizaban la fiesta de navidad los que no aceptaban su mensaje. El de la salvación del mundo venida en forma de niño, de uno como nosotros, desnudo, pobre e indefenso, nacido entre los más humildes y adorado por los ángeles. Y resultó ser todo cierto. Nos habían revelado una gran verdad, un mundo maravilloso, sorprendente y admirable... y preferían quedar afuera. Si hasta muchos de los que se creían depositarios de esa verdad, la deformaban. Pensaban, muy en el fondo de sus pobres conciencias, que el poder, la fuerza, el cálculo y el dinero podían ser instrumentos útiles para transmitir el mensaje de Belén. Claro, los niños éramos incapaces, no concebíamos la hipocresía y la duplicidad. Entonces eran para nosotros la fiesta y los regalos de la Navidad, mientras muchos de los adultos no comprendían que el gran regalo que nos hacían era ese mismo mensaje de asombro, solo aceptado por los sabios y los inocentes. Por todos los que recibían, por los que siguen recibiendo con amor la sonrisa del niño de Belén.
“Derribó a los potentados de sus tronos
y exaltó a los humildes
A los hambrientos colmó de bienes
y despidió a los ricos sin nada"
Lucas, 1: 52-53
(de “El otro reino”)
domingo, 16 de septiembre de 2007
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