Estos cuentos del hada Malacara fueron llevados en su oportunidad a una editorial afamada. Una no menos afamada asesora de literatura me explicó con toda paciencia que a los niños no había que “bajarle líneas” según sus palabras. Como la manija la tenía ella, le agradecí su —para mí— inaudito consejo y me fui. Como la procesión seguía por dentro, escribí lo que sigue
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Las cortinas se movían apenas, la luz suave jugando con los tonos pastel de los ositos, los conejos y las mariposas. El cuentista intentó acomodarse en su sillón. La sonrisa de la experta, apenas sugerida, no lo ayudaba. Su erudición psicopedagógica, exhibida con cierta pedantería, contribuía a aumentar su desazón. Se sentía desarmado ante el despliegue de conceptos incomprensibles. Y no estaba de acuerdo con lo poco que comprendía. Pero, ¿Cómo disentir, con qué argumentos discutir con una profesional en el tema? Él solo contaba con tres herramientas inmensurables; más aún: cuestionables. Una era un cierto sentido común, cualidad imposible de definir y en el mejor de los casos dudosa. Otra, la propia infancia feliz y sin conflictos, con padres y maestros a la vieja usanza, recordados siempre con una sonrisa agradecida. Por último su facilidad para comunicarse con los niños, aún con los de ahora, que a primera vista suelen parecer tan distintos. Así que se limitó a escuchar y a asentir como si estuviera agradeciendo una reprimenda. Si me duele la corrección que no se note, le dictaba su orgullo de adulto. De cualquier manera, la que decide en la editorial es ella, la conocedora de prolijo peinado y afable mirada de acero.
“No hay que hablarles a los niños pretendiendo enseñarles algo. Cuando escriba para ellos rescate sus propios recuerdos de niño, no intente dejar una moraleja. Las fábulas que seguramente Ud. recuerda, se escribieron para auditorios de analfabetos. El educador debe buscar que los propios niños descubran lo que sienten y se animen a actuar como sienten. No se les debe sugerir “lo que deben hacer” porque no deben nada. En otras palabras, los niños se educan a sí mismos. El maestro observa y favorece ese aprendizaje, no le está permitido orientar; el educador no debe dictar normas, ni siquiera insinuarlas...” (además, decime una cosa fascista de cuarta: ¿Cómo es que en un cuento para chicos mencionás a Dios? Si querés hablar de brujas, hadas, magos, duendes, monstruos, pokemones o lo que se te ocurra hablá, pero de Dios, m’hijo... ¿Qué sos, fundamentalista, vos? ¿Y por qué querés meterles moralejas a los chicos? ¿No te enteraste de que ya comimos del árbol de la ciencia del bien y del mal? Ya que perdimos el paraíso, por lo menos dejá que cada uno decida lo que es bueno y lo que es malo... ¡Qué joder...!)
El iluso cuentista (que no pudo escuchar la última parte de la clase porque solo fue pensada por la educadora) saludó, agradeció el consejo de no dar consejos y se retiró. Ya en su casa, sacó de la biblioteca un libro leído hacía unos pocos meses y releyó unos párrafos. Decían nada menos que: “Se está perdiendo el arte de educar, que debería ser ejercido esencialmente por la familia con el apoyo de la escuela, y que consiste en transmitir los valores recibidos. Para hacerlo, ¿debemos partir de la libertad o de la obligación? Posiblemente de ambas. Suprimir las obligaciones no implica la aparición de la libertad, sino que nos hace ingresar en el reino de la barbarie, la tontería, el egoísmo y la violencia.” El autor, inocultable vocero del fundamentalismo islámico firmaba con lo que a todas luces era un seudónimo, algo así como Guillermo Jaim Etcheverry. Lo envolvió con diarios para ocultarlo de los vecinos y se lo regaló al botellero.
(de “El Otro Reino”)
lunes, 6 de agosto de 2007
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