viernes, 24 de agosto de 2007

CUENTOS DE UN HADA MUY FEA - 4

Aquí va otro cuento del hada Malacara. Sigue “bajando líneas” y mencionando a Dios como la afamada especialista en el tema me había prohibido (ver cuento "Moralejas"). Pero que le voy a hacer. Soy un chico rebelde.


EL HADA TRISTE

Un día, el hada Malacara se puso a pensar. ¡Qué lindo sería conocer a toda la gente del mundo! se dijo. Me gustaría comenzar por mis colegas, las otras hadas, ver cómo son, cómo se llaman, que hacen, si se hicieron amigas de muchos chicos... Malacara, como tenía la cara muy fea, no había podido entrar al Reino de las Hadas porque la reina Titania la había confundido con una bruja mala. Por eso es que no había conversado nunca con otras hadas. Y Malacara era muy conversadora y curiosa. Como era un hada y Dios le había dado muchos poderes, Malacara podía viajar para cualquier lado más rápido que la luz —eso lo hace cualquier hada— pero también podía viajar para atrás en el tiempo. Dios le explicó una vez que para el futuro no podía viajar ni ella ni nadie, porque los hombres todavía no lo habían fabricado. Pero para el pasado le dijo que era muy fácil y le enseñó algunos trucos secretos.
Así fue que Malacara se puso de espaldas para que nadie la pueda ver, hizo los trucos secretos que le había enseñado Dios y viajó como una flecha hasta el Reino de las Hadas. Este país estaba en una isla del pasado y del otro lado del mundo. Ningún humano la había descubierto nunca porque una nube de colores la tapaba como un mantel. Malacara se hizo muy chiquita y se metió dentro de una gota de vapor que estaba del lado de adentro de la nube. La gotita era verde y como Malacara vio que el suelo estaba cubierto de trébol y de césped suave, se sentó para descansar. Así estuvo un largo rato. Desde ese lugar se podía ver muy bien toda la Isla del Reino de las Hadas. La isla tenía forma de estrella, campos de trigo y de flores, playas de arena blanca, bosques enanos y en el centro, una montaña con nieve en la punta. Había rebaños de ovejas que casi no se movían y muchos pajaritos cantores. Las que sí se movían eran las hadas que llegaban y salían de la isla, solas o en grupos, algunas flotando en el viento, otras volando con sus alas transparentes o caminando sobre el agua. A Malacara le hubiera gustado acercarse, pero tenía miedo de asustarlas con su cara de bruja. Tan entretenida estaba observando las hadas que no supo en qué momento llegó aquella chica tan linda que apareció sentada en el pasto casi detrás de ella. Era muy rubia, de ojos azules y muy tristes, tenía un par de alitas muy graciosas en la espalda y de su cara parecía salir una luz suave, a veces celeste, a veces blanca. A Malacara le preocupó verla tan triste pero no se atrevió a preguntarle la causa de su tristeza.
— ¡Hola linda! Me llamo Malacara y yo también soy un hada, pero como soy muy fea, a veces me confunden con una bruja. Por eso no puedo entrar al Reino de la Hadas ¿Vos cómo te llamás?
El hada rubia alzó la mirada y entonces Malacara pudo ver que de sus ojos caían lágrimas; hacían una huellita en sus mejillas rosadas y formaban después un pequeño charco en el suelo. Le dio mucha pena verla llorar, pero como no quiso ser imprudente, tampoco entonces se animó a preguntarle la causa.
—Mucho gusto, hada Malacara. Yo no tengo nombre. No me llamo de ninguna manera porque a mí nunca me llamó nadie...
Malacara estuvo a punto de preguntarle al hada rubia y jovencita cómo era eso de que nunca nadie la había llamado, pero por tercera vez temió ser indiscreta. En lugar de eso, buscó continuar la conversación:
—¿Sabés, hadita? Desde hace un buen rato estoy mirando las hadas que entran y salen de la isla, y me doy cuenta de que no conozco a ninguna. Temo que si me acerco para preguntarles de su vida, de su nombre, de su historia, se escapen por miedo a mi cara fea...
Entonces, el hada rubia, joven y linda le fue enseñando los nombres y las historias de cada una de las hadas que iban viendo:
—“Esa que llega planeando y con un lindo vestido rojo se llama Angelina. Como es muy compasiva, una vez la Reina de las Hadas la transformó en una ratita blanca para que pueda visitar a los presos y a los pobres. Esa con una corona de esmeraldas se llama Morgana y siempre cuenta que fue amiga de un rey aventurero que se llamaba Arturo; aquella otra del coche con ocho caballos blancos, gordita, de anteojos redondos y cara de buena es el Hada Madrina de Blancanieves, la de nariz graciosa y alitas de mariposa es Campanilla y ayudó mucho a un niño llamado Peter Pan, esas dos que vienen juntas y discutiendo son el Hada Buena y el Hada Mala de la Bella Durmiente del Bosque...”
A medida que el hada de los ojos azules le contaba a Malacara las historias de las distintas hadas que iban y venían, su tristeza parecía ir desapareciendo. La carita se animó y los lindos ojos se secaron y estaban brillantes. Malacara se puso muy contenta por todo lo que estaba aprendiendo y porque su amiga ya no estaba tan afligida. Cuando ésta terminó con sus explicaciones, y ya cansada de conocer a tanta gente, Malacara, ahora sí, se atrevió a preguntarle:
—¿Me podrías decir el motivo de tus lágrimas? Me dio mucha pena verte tan triste... ¿Y cómo es eso de que no tenés nombre? ¡Todo el mundo tiene un nombre!
Y la linda hadita le contó: No tengo nombre porque nadie, ningún hombre que escriba cuentos o que cuente cuentos me eligió. Nadie me llamó, y entonces no me puso nombre, y entonces no tengo nombre. No tengo ningún nombre, ni apodo, ni nada —a medida que hablaba parecía regresar su pena—. Y no es sólo eso, Malacara. Como no estoy en ningún cuento, muy pronto voy a desaparecer, porque las hadas solo vivimos en la memoria de los chicos, existimos mientras exista una mamá o un papá, o una abuela o un abuelo o una maestra o un maestro o una persona grande que le cuente un cuento a un niño. Y seguimos viviendo mientras el niño, aunque al correr los años haya crecido, lo recuerde porque por dentro no cambió, sigue siendo un chico... ¿me entendés, Malacara?
Y las lágrimas volvieron a brotar de sus ojos azules. Lloraba suavemente, como lloran los que no tienen esperanzas. Malacara le pasó el brazo por los hombros y le acarició el pelo. Ella también se entristeció por la suerte de su amiga. Pero algo le decía que en algún lado de la tierra o del cielo habría un consuelo, un remedio para la tristeza del hada joven y linda. Algo se debe poder hacer... alguien... tal vez...
Esos pensamientos fueron los que acompañaron durante mucho tiempo a Malacara cuando partió de la isla después de despedirse de su amiga rubia. Se remontó hacia el cielo a bordo de una gota de vapor para subirse a una nube rosada que pasaba muy, muy alto, y que lentamente tomó el rumbo del sol. Abajo se veía la tierra celeste y luminosa y la pequeña manchita de todos colores que ocultaba la Isla del Reino de la hadas.

(De “Cuentos de un hada muy fea”)

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