Mientras cumplía el rutinario orbitaje lunar, el astronauta tenía tiempo de contemplar la tierra. Miraba la esfera celeste decorada con cambiantes remolinos blancos y flotando sobre el fondo negro del espacio estrellado. La imagen, bella y familiar lo hizo pensar. Realmente. Ese es mi hogar.
Seguro que alguien ya lo analizó. Es muy probable que ese sentimiento sea conocido por filósofos, psicólogos o teólogos. En mi caso, el descubrirlo fue una revelación. Los humanos no sólo somos limitados, incapaces de superar determinadas fronteras, sino que necesitamos reconocer esas fronteras, esos límites, para ser capaces de disfrutar el espacio que encierran. Las limitaciones no son tanto un déficit como una condición previa imprescindible y por lo tanto deseable de la vida. Aceptar los límites es hacer posible la felicidad, es permitirse alcanzar la paz y la sabiduría. Sólo después de aceptar mis limitaciones, podré ejercer mis capacidades. Sólo después de aceptar mis inseguridades, podré exponer mis convicciones. Sólo aceptando la existencia de la enfermedad, podré disfrutar la salud. Sólo aceptando la vejez, podré disfrutar de la juventud. Sólo aceptando la muerte, podré disfrutar de la vida.
“SÓLO DESPUÉS DE VER DONDE TERMINA LA CACEROLA, HIERVE FELIZ EL POROTO EN EL PUCHERO”
(copla popular que se me acaba de ocurrir)
(de “Filosofía de Boliche”)
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