lunes, 13 de agosto de 2007

CUENTOS DE UN HADA MUY FEA - 3

EL DÍA EN QUE BESUGO QUISO CAMBIAR DE BANDO.


Terencio andaba triste y preocupado. Muy triste andaba. Arrastraba su capa por el barro y no le importaba. Ni se daba cuenta. Como estaba expulsado de la Asociación de Brujos y se le habían reído en la cara cuando pidió por triplicado un aumento de presupuesto, no podía inventar ninguna maldad importante, solo pequeñas maldades. Nunca más podría fabricar máquinas que trastornaran la vida de las personas, que las hagan desgraciadas y que las tengan muy nerviosas.
“Lástima que me falló el Artefacto (pensaba). Hubiera sido un gran éxito. Tal vez hubiera pasado a la historia. Era un invento sensacional, fabuloso. Pero, es claro, si no quieren soltar la plata... así no se puede trabajar. Tacaños, eso es lo que son. Tacaños y brujos de cuarta, sin imaginación ni nada. Se creen que con sus cabezas de rata o patas de sapo van a asustar a la gente. Mediocres, incapaces. Eso es lo que son y serán siempre...” (Terencio estaba requete-ofendido) Mientras tanto, hacía lo poco que podía hacer sin dinero. Ponía piedritas en las zapatillas de los chicos, corría los muebles para que la gente, al levantarse de noche tropezara y dijera malas palabras, echaba tierra en la mermelada de las heladeras. Y siempre protestando contra la Asociación de magos. “Así es como uno se desprestigia... Haciendo estas maldades tontas...” (decía mientras agrandaba el agujero de una media).
Besugo estaba desilusionado. Ése ya no era su maestro admirado. Para hacer esas pavadas no se necesita ser mago-brujo ni tener un ayudante. Así y todo, como no sabía dónde ir y se había acostumbrado a Terencio y a su rinconcito en la cueva de San Luis, lo seguía acompañando. Todas las mañanas salía al campo levantando polvo con su cola de pescado a juntar cucarachas y gusanos para esconderlos en el postre de los chicos, abrojos para poner en la ropa de la gente y otras cosas desagradables. Terencio y Besugo ya casi no se hablaban. Cada uno metido en sus pensamientos, hacían su trabajo en silencio.

Una tardecita estaba Besugo juntando telas de araña en el campo para que Terencio las usara en las maldades insignificantes del día siguiente. Y de repente, comenzó a pensar en abandonarlo. “Si yo quisiera (decía Besugo para adentro) podría encontrar colocación en cualquier lado. Debe haber miles de brujos que necesiten ayudante, y que se pondrían re-felices de contratar un genio con experiencia como yo”. Pero la realidad era que Besugo no sabía dónde se encontraban los otros brujos. En el aquelarre pasado (el del estrepitoso fracaso del Artefacto) pudo conocer a otros genios ayudantes de brujo, pero ninguno le quiso confesar dónde vivían. Uno, que era del tamaño de una moneda de cinco y que, al mirarlo bien de cerca, se notaba que era mitad tigre (uno bien chiquito) y mitad libélula, le había dicho, hablando por el costado de la boca para que su patrón no se dé cuenta, que tenían prohibidísimo revelar el domicilio bajo pena de severos castigos. Por lo que creía Besugo, unos vivían en las copas de los árboles en nidos de cotorra, otros en cementerios entre los murciélagos, y que hasta había otros que dormían con grandes ronquidos bajo tierra, en lugares profundos, húmedos y oscuros.
El tiempo fue pasando y pasando. Un día de verano en que Besugo estaba haciendo flexiones para tener fuerza en sus brazos de hombre y nadando en el arroyo para ejercitar su cola de pescado, vio que a la sombra de un árbol verde y frondoso se encontraba una señora que tenía la cara muy fea, pero la sonrisa muy linda. Les estaba contando un cuento de hadas y de princesas a varios niños que la escuchaban con toda atención, y que cada tanto le hacían preguntas. A su lado estaba sentado un chico con la cabeza llena de rulos y que le decía “abuela”. Al principio, Besugo no le dio al grupo mayor importancia porque pensó que era una abuela más contando cuentos, pero cuál no sería su sorpresa cuando vio que la señora fea pero linda sacaba de uno de los bolsillos de su manto color naranja un palito dorado del que salían como estrellitas de colores, lo movió en el aire y... ¡Apareció un conejo muy gracioso entre los entusiastas aplausos de los chicos! El conejo, que se fue saltando por el pasto, cada tanto miraba para atrás y saludaba con las orejas. Después apareció una ardilla comiendo nueces que sacaba de una bolsita con cara de pícara y también un pajarito amarillo, verde y violeta que cantaba como cien pajaritos juntos. ¡Había que ver que contentos estaban los chicos...! Reían, gritaban y vivaban a la abuela que también aplaudía el concierto del pajarito... Así se enteró Besugo que la señora fea y linda era un hada que sabía hacer toda clase de magias y cosas maravillosas, que vivía feliz y contenta sentada en el pasto, disfrutando del sol, del aire, del canto de los pájaros y del cariño de los chicos.
Besugo estaba sorprendido. El siempre había creído que las hadas eran muy aburridas y que se la pasaban dando consejos a los niños y retándolos cuando hacían travesuras ingeniosas. Que las hadas querían que los chicos fueran como los grandes, fastidiosos y serios. Y he aquí que la primera hada que veía en su vida era juguetona y se reía junto con un montón de chicos que la buscaban. Que nunca estaba sola porque daba gusto estar con ella.
Y no lo pensó más. Cuando los niños se fueron para sus casas porque era la hora de cenar, Besugo salió de su escondite (se había metido en un hueco que tenía el tronco del árbol) y llamó al hada con una voz muy fuerte:
- ¡Oiga, señora! ¿Cómo se llama usted? Yo soy un genio, soy ayudante del brujo Terencio y estuve escuchando sus cuentos y viendo sus magias... (así se presentó Besugo, que era bastante feo, pero bien educado)
- Yo me llamo Malacara y soy un hada. Tengo cara de bruja pero sonrisa de hada. Si querés, algún día te puedo contar como sucedió esto. Resulta que... (Malacara era bastante conversadora, pero al notar que Besugo quería hablar, interrumpió el cuento) ¿Me querías decir algo, Besugo?
Entonces, Besugo le contó de cómo era su vida, le contó del fracaso de Terencio en la asamblea de brujos (por si usted no lo sabe, le llaman aquelarre, doña Malacara, le dijo al hada) y de su actividad actual, rutinaria y sin futuro. Le dijo que ya no quería estar más con Terencio porque era un fracasado, y que él pensaba que estaba desperdiciando su vida fabricando maldades intrascendentes. Por último, y juntando fuerzas porque era una decisión que podía cambiar toda su vida de genio le dijo al hada con la voz más solemne que pudo:

- Por todo lo cual, distinguida hada Malacara, cumplo en solicitar de su generosidad me acepte como su fiel, abnegado e incondicional ayudante. Si pude ser ayudante de brujo, también puedo ser ayudante de hada, porque hacer maldades bien hechas, como el diablo manda, es (y disculpe si le parezco presuntuoso) bastante más difícil y complicado que hacer bondades. Y yo, aunque usted me vea chiquito y algo ridículo, estoy para cosas grandes, mi querida señora.
Malacara miró a Besugo a los ojos, que habían sido pícaros pero que ahora estaban algo tristes, se sentó en una raíz del árbol e invitó al genio a doblar su cola de pescado para sentarse a su lado. Después, le comenzó a hablar con una voz muy dulce.
Mirá, mi querido Besugo. Me duele mucho que estés tan mortificado. No puedo decir que deseo que cambie la suerte de ustedes, porque en ese caso volverían a hacer maldades tremendas y eso me parece que está muy mal. Pero, aunque sea muy alagador para mí que quieras ser mi ayudante, te debo decir que tampoco es bueno ser desleal. Tenemos que pensar en el pobre Terencio... en estos momentos él se siente muy desgraciado, y si de pronto se encontrara solo, sin el ayudante que lo acompañó por tanto tiempo... eso puede destruirlo. Y le siguió hablando así. Le decía cosas buenas del brujo, le decía que si hacía brujerías era simplemente porque no sabía hacer otra cosa, le decía que solo estaba equivocado, pero que si Besugo lo ayudaba era posible que entendiera que hacer feliz a la gente era muchísimo más divertido que traerle desgracias. Después le ofreció toda la ayuda que necesitara para hacerle ver con claridad todo esto a Terencio, y que contara siempre con su amistad. Después, para que Besugo sepa que Malacara lo quería, sacó de nuevo su varita mágica e hizo aparecer un circo entero, con carpa, equilibristas y payasos. Y juntos presenciaron una función entera y se divirtieron mucho.
Cuando Besugo dejó al hada, se fue caminando con las manos. Así pudo, con su cola de pescado decirle adiós a Malacara que lo saludaba desde el árbol, mientras olía el perfume de las flores con su nariz respingada. Sentía un calorcito en el pecho que no conocía. También tenía ganas de llegar pronto a la cueva de Terencio. Le daba pena verlo tan amargado, así que pensaba contarle algunos chistes e invitarlo a jugar un partido de truco o de escoba.

(de “Cuentos de un hada muy fea”)

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