jueves, 5 de julio de 2007

LEYENDAS (Guillermo Tambella)

Ondiñas veñen ... ondiñas veñen ... ondiñas veñen e van ..., José había cumplido quince años dos días antes y ésa fue la última vez que escuchó la canción originaria de Rianxos, cantada por la pequeña y dulce voz de su madre. Después vinieron las horas tristes de la mirada fija en el mar, buscando en la lejanía la silueta de la barca pesquera que había partido, como siempre y que, esta vez, no regresaría.

También comenzaron a revivir en Corme, las antiquísimas leyendas que deambulaban por todos los poblados pesqueros de “a costa das mortes”. Su padre había cumplido el pacto que los Celtas hicieron con el dios Mar. Por él los pueblos de la tierra tendrían siempre a su disposición, las más variadas especies de peces y mariscos con que satisfacer sus necesidades. El mar, por su parte, era dueño de elegir, entre los pescadores, los que quería conservar en sus entrañas.

Tu padre está contento, Joseciño, le aseguraba la buena gente de Corme, ya sabes lo que dicen los ancianos: “el mar deja que el ánima de los que se quedaron para siempre en él, salga por las noches a visitar a quienes quiera e incluso, los ayuda en sus problemas”. Pero él no creía en leyendas y no sólo por lo que le decían, en contra de ellas, el maestro y el señor Cura en Lexe. Sino porque odiaba el mar. En su corta vida los había visto partir del puerto, para no volver, no sólo a su padre, también a muchos de sus seres más queridos. Entre ellos, a Curro que había sabido siempre, responderle las preguntas que le inquietaban sobre la pesca y las que le dolían sobre la vida.
Pasaron dos años y vio a su madre morir un poco más cada día. Algunas noches, cuando el viento del norte hacía golpear una puerta o crujir las tablas de la vieja casa, sentía la voz de ella, sobresaltada, llamar a su padre en la oscuridad. ¡Cómo debía morderse para no decirle que no crea en esas cosas!, ¡Para no gritarle que papá no volverá!; pero nunca se lo dijo. Al poco tiempo la buena mujer terminó de apagarse como luz de gas. Nunca se supo qué enfermedad tenía. Las comadres más viejas de la aldea dictaminaron para encontrar una explicación: “murió de tristeza”. Hasta el cura párroco de Lexe cruzó la ría para rezarle un responso a “ Consuelo, nuestra hermana en la Fe, devota de la Virgen de Guadalupe y viuda de Don Florencio José Rivas, a quien honró en vida y seguramente acompaña en el Cielo, disfrutando de la Gloria de Dios “.

Pero ni siquiera esas palabras consiguieron mitigar la angustia en el corazón de José. Había quedado solo, sin el padre, sin la madre y sin el amigo.
Como sucede en estos casos, culpaba al trozo de mundo en que vivía de todos sus males. A la gente de Corme, con sus absurdas creencias, a la pesca, ese insano trabajo que parecía ser la única posibilidad de subsistencia que tendría y sobre todo al Mar que cobra con vidas el afán por conquistar sus tesoros. Y como también sucede en estos casos, el joven soñaba que su felicidad se hallaría lejos de allí. Lejos de la Aldea, lejos de la Ría y sobre todo, lejos del Mar.

Y como tantos otros, antes y después, el triste pescador renegado soñó durante veinte años con un destino americano. En América encontraría la felicidad, la paz de su espíritu y un trabajo distinto que le sirviera para dejar definitivamente el Mar.

En 1939, cuando ya hacía tiempo en que estaba acostumbrándose a la idea de abandonar sus sueños, sus 35 resignados años recibieron con alegría una propuesta. Vino por boca del nuevo maestro, con quien mantenía largas charlas trasnochadas y conocía muy bien su pesar. El educador le había dicho: “tu sabes que esta maldita guerra en que nos hemos embarcado, no es buena para nadie. Pero es mucho más mala para mí. Ahí andan las tropas del Caudillo, como perros hambrientos, buscando enemigos a quienes apresar. Y lo peor es que los buscan siempre entre los intelectuales. Ya he sabido que en poco tiempo vendrán por mí. ¡Pues no me quedaré a esperarlos! Ya tengo todo arreglado, mañana por la noche una barca nos recogerá a varios de los nuestros y nos llevará a Puerto. Inmediatamente abordaremos un barco y partiremos hacia Buenos Aires, donde aún quedan amigos. Si tu lo quieres, hay un lugar reservado para ti”.

-¿Que si lo quiero? Mañana estaré allí con mi bolso marinero y las pocas cosas que pueda cargar. ¡Por fin!, ¡Buenos Aires!, ¡América!, ¡Libertad!
El viaje fue un calvario. Aún para ellos, acostumbrados a la navegación en mares procelosos. Iban amontonados en la bodega ancianos y jóvenes, mujeres hombres y niños. Sin espacio para moverse. Sin un mínimo de higiene. Casi sin aire para respirar. Comían lo que podían y cuando podían, generalmente un guiso que costaba entender de que estaba hecho. Cuando alguien enfermaba y conseguía que el médico llegara a verlo, recibía grageas que, en todos los casos parecían ser las mismas y que, también en todos los casos, no parecían causar el más mínimo efecto ni a favor ni en contra del padecimiento.

Veintiocho días hubo que aguantar aquel martirio antes de arribar a Buenos Aires y alcanzar el desembarcadero del Hotel de los Inmigrantes. Allí fueron revisados por el médico quien, si no eran rechazados por enfermedades contagiosas, los hacía pasar a la sección albergue. Varios eran derivados a la sección Hospital, entre ellos el maestro de Lexe que, como consecuencia de un prolongado malestar estomacal, se encontraba muy débil. José permaneció en el Hotel los cinco días permitidos, mientras la Comisión de Empleo le buscaba una ocupación. Por más que rogó y protestó, el único trabajo disponible, para él, era el de tripulante de una barca pesquera en el Puerto de Mar del Plata.
Su vida parecía darle razón a las viejas ridículas leyendas de la costa das mortes. ¿Debería, también él, cumplir el pacto de los Celtas con el dios Mar? Sin embargo, esta vez el odiado trabajo tenía un elemento que lo hacía más llevadero: la Esperanza. No era mala la paga y siendo ahorrativo, quizás en poco tiempo podría juntar lo necesario para emprender algún negocio que le permita vivir, por fin, en tierra firme.

La hija de la dueña de la pensión “Sorrento”, en el Barrio de Pescadores, escuchaba embelesada los relatos que José le hacía sobre su vida en las Rías Gallegas. La morena era hermosa; sus ojos eran buenos, como los de su madre y como ella, tenía una voz pequeña y dulce. Compartieron recuerdos, sueños y esperanzas. En poco tiempo se sintieron ambos imprescindibles para seguir viviendo.

Se casaron en la iglesia de La Sagrada Familia, en la zona del Puerto. En la pensión esa noche hubo fiesta hasta la madrugada y la música alternaba pasodobles y muñeiras con canzonetas y tarantelas.


María volvió esa tarde de junio a la puerta del Hotel Guadalupe, en el barrio de Punta Mogotes. Abrió con su llave y comprobó que su hijo y su marido aún no habían vuelto. La enorme casona desierta devolvía los ruidos de puertas y herrajes con un eco que recordaba el sonido que inventan las caracolas cuando se las coloca sobre el oído. Se dirigió a la cocina, dejó su bolso sobre una silla y se dispuso a preparar el mate.

De pronto, un ruido, como de puerta que se cierra con violencia, bajó de planta alta y la paralizó. ¡Otra vez!, pensó. Desde que la familia había sido contratada como casera, esos ruidos extraños en las habitaciones de arriba le provocaban temor. ¡Daniel, Daniel!, gritó, en un llamado que sabía inútil porque su hijo no estaba. Como contestación recibió nuevos ruidos, esta vez inconfundibles aplausos y una aterradora carcajada.

Ya no queda duda —pensó María— es en la habitación del muerto.
El dueño del Hotel, un hombre relativamente joven, corpulento y bonachón, se tomó un tiempo para explicarles que su padre, que fue quien fundó el establecimiento, vino como inmigrante en 1940, huyendo de la Guerra Civil. Trabajó durísimo junto a su madre para juntar, moneda a moneda, el dinero necesario para comprar esta propiedad y establecer el negocio. Durante toda su vida había expresado el deseo de permanecer allí para siempre, porque decía que era, después de un pasado de angustias, el único lugar del mundo en que había encontrado la felicidad. El hombre quiso cumplir la ilusión de su padre fallecido inesperadamente de un ataque cardíaco. Hizo cremar sus restos, los depositó en una caja de roble lustrada y colocó en ella una placa de bronce en la que se leía: José Amado Rivas 1904 – 1955 su esposa y sus hijos en homenaje a su querida memoria. Más tarde cerró una habitación del hotel y la transformó en mausoleo colocando la caja sobre un pedestal.

Una nueva carcajada hizo que María sintiera un hormigueo helado a lo largo de toda su columna vertebral. Pero era mujer de decisiones firmes y en ese momento había tomado una. Subió decididamente la escalera, abrió la puerta de la habitación del muerto y sacó la caja de su pedestal. Bajó y esperó tomando mate en la cocina, con la caja depositada en una silla. Cuando creyó llegado el momento conveniente llamó un taxi, se sentó en el asiento trasero, con la caja bajo el brazo y ordenó al chofer que la llevara al morro de la Escollera Sur. Cuando arribaron le pidió al taxista que esperara porque debía cumplir una promesa. Subió las escaleras, pasó de piedra en piedra hasta llegar al borde del agua y abriendo la caja, dejó caer todo su contenido en el mar. Hecho esto, con la caja cerrada bajo su brazo y un inconfundible gesto de satisfacción en su rostro, volvió al taxi, se sentó en el asiento trasero y mientras miraba por la ventanilla una gaviota dibujando su maravilloso vuelo sobre el agua, ordenó al chofer: “volvamos al Hotel”. En la radio del auto, un armonioso coro infantil derramaba las estrofas de una antigua canción gallega: Ondiñas veñen ... ondiñas veñen ... ondiñas veñen e van ...


Guillermo B. Tambella

No hay comentarios: