viernes, 20 de julio de 2007

EL OTRO REINO

Todo andaba mal en el reino de Aquiesasí. La vida era cada vez más difícil. El búho, al que le gustaba mucho reflexionar, se quejaba de que se le olvidaban las ideas, y se confundía, y se la pasaba cavilando tonterías. Para peor, cuando le salía un pensamiento lindo, se ponía a discutir con los otros pensadores como la tortuga y la cigüeña y terminaban peleándose. El caballo era muy trabajador, pero bastaba que lo ataran al carro para que tuviera pleitos con los otros. O no llevaban el paso, o lo dejaban solo haciendo fuerza. De ese modo el carro nunca llegaba a ningún lado porque en lugar de tirar juntos, armaban grandes peleas de patadas, manotazos y mordiscos. La calandria sabía cantar muy bien. Ella estaba orgullosa de su canto armonioso, capaz de alegrar al abatido, de inspirar al filósofo y de renovar la fuerza del obrero, y he aquí que en lugar de dejarla animar la mañana, el chajá interrumpía sus conciertos con graznidos destemplados, seguramente por envidia. El rey de Aquiesasí vivía en un tenebroso castillo en lo alto de una montaña negra y sin árboles. Se creía lindo porque era alto, rubio y de ojos verdes, pero como también era muy, muy malo, la cara daba miedo. Pensaba nada más que en guerras y otras maldades. Como su rey, los hombres y las mujeres del reino de Aquiesasí vivían corriendo como locos, discutiendo y haciéndose trampas entre ellos para hacerse más ricos, o más famosos, o más importantes. Algunos viejos decían que antes, cuando ellos eran chicos, las cosas funcionaban mejor. Contaban que el rey anterior, aunque no era una gran cosa, sin embargo nunca había cometido tantas barbaridades como éste de ahora y que la gente era más buena. Y ya en plan de queja, agregaban que los días no eran tan calurosos, ni tan fríos, y que no había inundaciones ni sequías. Ellos lo aseguraban, pero nadie les hacía caso porque ya se sabe que los viejos siempre creen eso.
Sucedió que un día el caballo se cansó de tantos pleitos y de hacer fuerza de gusto. Entonces, aprovechando que el dueño se estaba peleando con el vecino y no lo podía vigilar, se escapó hasta el árbol donde vivía el búho. Con un relincho lo despertó —a fuerza de tener la mente en blanco el búho se había dormido— y le propuso irse de ese reino tan feo. Tal vez podamos encontrar, le dijo, un país mejor que Aquiesasí. La calandria vivía en una rama más alta del mismo árbol. Como estaba en silencio (por culpa del chajá había renunciado a cantar) escuchó la conversación y en un revoloteo estuvo junto al búho y al caballo. El gran problema para dejar el reino de Aquiesasí consistía que estaba rodeado por un terrible desierto del que nadie conocía el fin.
—...si es que tiene fin... —dijo el búho, triste y taciturno.
Los tres amigos quedaron callados. De puro aburrida, la calandria se puso a cantar despacito, el caballo a hacer fuerza contra el árbol y el búho, que no sabía hacer otra cosa, a pensar. Ya estaba a punto de quedarse dormido de nuevo, cuando le llegó (nunca supo de dónde) una inspiración.
—¡Ya sé! —casi gritó— Escuchen esto. Cada uno de nosotros sabe hacer una sola cosa, cantar, trabajar o pensar. Pero las únicas cosas que sabemos hacer las estamos haciendo mal. ¿Qué les parece si por una semana tratamos de hacer bien lo nuestro? Tengo el presentimiento de que, arrullado por la belleza de tu canto y con la confianza que me inspira el saberte trabajando, me va a llegar alguna idea que nos ayude a los tres a dejar el reino de Aquiesasí.
A falta de una idea mejor, el caballo y la calandria estuvieron de acuerdo. Y se pusieron a cantar y a trabajar mejor que nunca. El búho, por su parte, cerró los ojos e inmóvil como un muerto comenzó a pensar con toda la fuerza de su sabia cabeza. Cuando se encontraron al fin de esa semana, tenía otra cara. La mirada más penetrante y, casi, casi, una sonrisa en el pico. Y comenzó a hablarles muy bajito y con voz emocionada.
—Ustedes saben que lo mío es pensar. Analizar los hechos, razonar y sacar conclusiones lógicas. Y casi siempre tengo razón, se cumplen mis pronósticos y se comprueban mis deducciones. Pero esta vez creo que en mi cabeza sucedió algo distinto. No sé si ayudado por la seguridad y la belleza que me dieron ustedes, es probable, pero además de algún otro lado, de algún otro modo, tuve una visión. Tengo que llamarla así porque estoy seguro de que no se trató de un sueño...
El caballo y la calandria escuchaban atentos. Esto que les decía el búho parecía muy importante.
—En mi visión nosotros tres atravesábamos el desierto. Hacía mucho calor, pero una nubecita muy arriba en el cielo nos protegía del sol. La calandria cantaba y yo pensaba, ambos parados sobre tu lomo (el caballo asintió con un relincho). Este desierto parecía no terminar nunca. Sin embargo estábamos felices y seguros de no equivocar el camino porque una estrella nos guiaba. Después de mucho tiempo, llegamos a un lugar distinto. En la entrada había un arco iris de colores brillantes y que se extendía de uno a otro horizonte. De él estaba suspendido un cartel inmenso, hecho con flores: “Gloria a Dios, paz a los hombres” decía. Al cruzar esta entrada tu canto se hizo más hermoso, tu fuerza se multiplicó mil veces y mi mente me reveló cosas misteriosas. En el campo había abundante césped y arroyos de agua limpia. El lobo jugaba con el cordero y el león con el ciervo. Se escuchaba una canción que parecía venir del cielo. Era un poema que decía:
“...y será su alma como un huerto regado,
no volverán ya a estar tristes...
entonces se alegrará la doncella en el baile,
los mozos y los viejos juntos...”
—Seguimos nuestro camino, siempre guiados por la estrella, hasta que oímos unos golpes metálicos. En una herrería, un hombre muy fuerte estaba fundiendo miles de espadas. Con su gran maza construía un arado mientras silbaba la misma canción: “...y será su alma como un huerto regado...” Al vernos nos preguntó: “¿Ustedes vienen también a conocer al rey? Detrás de aquella colina está su palacio... vayan que ya están todos. ¡Bienvenidos!“ exclamó agitando la maza. Y detrás de la colina lo vimos. Era un niño vestido de blanco, con una corona de luz y que parecía flotar en el aire. Había a su alrededor mucha gente feliz. Su palacio era el más hermoso jamás visto. Era nada menos que todo el mundo, los mares, los campos y las montañas nevadas. Con los brazos abiertos en cruz nos decía sonriendo: “vengan, acérquense, los estaba esperando. En mi Reino podrán descansar...” Desde que tuve esta visión los esperaba ansioso. Quería hacerles esta pregunta: ¿Nos atrevemos a buscar ese otro Reino?
El paso del caballo era firme y seguro. Sobre el lomo llevaba a sus amigos que le daban ánimo con la música y el pensamiento. Atravesaban el desierto sin hacer caso del hambre y la sed. Habían dejado atrás la seguridad de sus nidos y el abrigo del establo, pero en el cielo estaban la nube y la estrella y en sus corazones una esperanza que les adelantaba un poco de la felicidad del otro Reino.

(de “El Otro Reino”)

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