lunes, 20 de diciembre de 2010

VEINTIUNO

LINDORA

No sé si a vos te pasa lo mismo. Me es más fácil decir las cosas por escrito, sobre todo si son cosas que realmente me importan, en las que quiero llegar a escarbar a fondo. Cuando hablo con alguien a quien siento cercano, me doy cuenta de que sin notarlo, pongo distancia entre el problema —el problema que me duele— y yo mismo. En todo caso, hablo “de” o “sobre”, cuando lo que querría es hablar “desde” mi dolor. Porque es allí donde estoy y no me gusta simular. Con toda razón me podrás decir que hay mejores formas de comunicarse que con una especie de carta abierta como ésta. Por supuesto que tenés razón. Pero, que querés; así se dio. Estuve queriendo contar nuestra infancia, y para eso intenté describir a cada uno de mis hermanos. Pero a vos, especialmente a vos, no puedo describirte, tengo que hablarte. Con vos me siento en deuda. De la forma más tonta, sin darme cuenta, no te vi. Fuiste la menor, quizá por eso la más graciosa, tal vez también la más desamparada. Cuando quedamos perdidos en aquella casa de golpe tan grande, yo sé (ahora sé) que te dejé sola, quizá más sola de lo que yo mismo me sentía. Ana María siempre estuvo a tu lado; Quito trató de reemplazar a papá y a mamá lo mejor que pudo con sus escasos 23 años y yo no supe qué hacer. Sólo atiné a mirar para adentro.

Cuarenta años después puedo darme cuenta de esto. También descubro que fue una lástima: a mi infancia le faltó una amiga. Una como vos, apasionada pero con gestos de una gran ternura, que escucha y comprende. Que me ayuda a pensar y que sabe discutir con vehemencia. Inteligente, cálida y hermosa Lindorita.

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