COSAS DE MUJERES
A pesar de los argumentos de mamá, el drama familiar, del que confieso yo era totalmente ignorante, siguió su curso. En la elección del menú también hubo algún conflicto. La especialidad de Ana María era la empanada gallega. En casa se comía muy seguido ya que era una de las recetas que nos traían los “airinhos da minha terra” ancestrales. Por otra parte, de nuestros veraneos en El Reta solíamos volver con varios cajones de pescado salado que se iban consumiendo durante el año. Pero como para octubre la reserva de pescado estaba agotada, se decidió finalmente ofrecer a las visitas empanadas, pero de las criollas; no necesitaban platos ni cubiertos y dejaban más libertad de movimiento a los comensales que quisieran comer parados, recorriendo el jardín o sentados en el pasto.
La demostración culinaria de Ana María se vio limitada por lo tanto a lo que pudiera hacerse con la empanada común y corriente. Pero como no estaba dispuesta a dejar pasar la oportunidad de seducir a Cacho, convenció a Mercedes para que la ayudara. Juntas iban a preparar empanadas de todo tipo: de carne, pollo, pescado, jamón y queso, verdura, humita y de dulce (membrillo y batata) fritas o al horno; con masa común o de hojaldre; con repulgue tipo trencita o con bordes festoneados; con forma de media luna o de pirámide. Y todas las combinaciones posibles entre distintas masas, rellenos, modos de cocción, repulgues y formas. Es decir que finalmente no resultaron dos empanadas iguales. Organizó toda una feria de la empanada que seguramente no iba a pasar desapercibida para Cacho. (Mientras amasaba, el día anterior al almuerzo programado, notó que ya no le disgustaba tanto el sobrenombre). Se imaginaba la verdulería decorada, transformada en un lugar acogedor, simpático y elegante, sitio de reunión y tertulia de lo mejor de Glew, posiblemente con clases de cocina dirigidas a imponer las verduras y las frutas como base de la alimentación del pueblo. Nada de esos locales fríos y sin revocar, con olor a repollo, cajones ordinarios llenos de mandarinas o lechugas de bordes marchitos y en el mejor de los casos —como un alarde de buen gusto— alguna pirámide de naranjas o ristras de ajo colgando como guirnaldas.
El sábado de la reunión amaneció con un clima perfecto. No había nubes en el cielo, no molestaba el viento de la primavera y el aire estaba tibio. Por especial encargo de papá —que haciéndose el desentendido no perdía detalle— durante toda esa semana yo había estado cortando el pasto y rastrillando los canteros y los caminos de conchilla (a veces se notaba que él también estaba orgulloso de la casa). Todo estaba en su lugar: afuera, frente a las hamacas, los caballetes con sus tablones cubiertos de papel madera clavado con chinches a modo de mantel y en la cocina las empanadas de Ana María sobre la mesada, en perfecto orden aunque todas desiguales como ejército irregular y separadas en dos grupos: las que se harían fritas y las destinadas al horno.
Se calculaba que vendrían entre quince y veinte muchachos. Acostumbrados a la disciplina militar, empezaron a caer temprano, solos o en pequeños grupos. Quito los esperaba impaciente; la llegada de cada uno era motivo de exclamaciones, abrazos y bromas que nosotros no entendíamos. Uno de los primeros fue Cacho. Ni bien llegó, Quito se lo presentó a mamá: “este es Cacho, el que me cuidó cuando tuve aquella angina que te conté” (Ana María y Mercedes cruzaron miradas llamativamente inexpresivas). El muchacho causaba buena impresión. Tenía la sonrisa fácil aunque era más bien callado y serio. Los demás, a medida que llegaban, se presentaban solos, con la formalidad acostumbrada en la época. Ana María se desempeñaba en forma impecable: discreta, segura de sí misma y algo lejana como convenía para no mostrar su juego, ayudaba a Mercedes acomodando vasos, botellas y fuentes llenas de empanadas. Mamá y papá, una vez cumplido su papel de dueños de casa dejaron la reunión a cargo de Quito: mamá para ayudar en la cocina. Papá, simplemente desapareció.
Nunca se supo quién desencadenó el desastre. Según Ana María, el culpable fue Cacho, pero es posible que hablara desde su resentimiento. Lo cierto es que, en algún momento alguien quiso una empanada de carne y no encontró cómo identificarla. Ningún signo externo —forma, textura o color— servía como pista, de modo que recién después de disecar varias de contenido equivocado pudo encontrar una. De más está decir que el misterio de las empanadas se convirtió instantáneamente en el tema central de la reunión, ya que todos creían poder aportar indicios sugestivos. Varios que habían preferido sentarse a conversar en el pasto se acercaron atraídos por las risas o los aplausos. La situación sirvió además para que los filósofos del grupo aportaran sabias divagaciones acerca de la imprevisibilidad de los hechos futuros y del modo de encontrar la paz por la gozosa aceptación del fluir de la vida.
Haciendo gala de creatividad, alguien propuso una especie de tómbola. Las reglas eran simples: uno era el catador (esta función era rotativa) y los demás apostaban. El monto de la apuesta era fija, a fin de facilitar y hacer más transparente el juego. El que acertaba con el relleno se llevaba todo; si los que acertaban eran varios, se repartían el pozo por partes iguales. Allí se pudieron conocer detalles de la idiosincrasia de algunos. Estaban los cabuleros que se dejaban guiar por hechos fortuitos, los fieles a la camiseta, (“¡yo lo sigo al pescado a muerte, macho...!) y los que se inclinaban por el planteo científico y llevaban la cuenta del tipo de relleno que ya había salido.
Mirado a la distancia, hay que reconocer que el suceso resonante que tuvo el almuerzo de camaradería de los compañeros de Quito se debió en gran medida a las empanadas multiformes y variopintas de Ana María. La única que no pudo disfrutar en plenitud de la fiesta fue justamente ella. En realidad, no pudo disfrutar nada. El éxito que había tenido al principio ocultando su interés por cacho no se repitió al final. Sentía una furia indisimulable con el tal Cacho, con Quito y todos sus amigos y hasta con mamá, quien atraída por las risas y los gritos, había dejado la cocina para probar suerte con algunas fichas. Usó el método intuitivo y perdió treinta centavos, merecido castigo por su falta de solidaridad con la indignación de su hija.
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