jueves, 10 de enero de 2013

LAS RAZONES DEL HOMBRE FELIZ

Siempre preferí el subterráneo. Cuando debí iniciarme muy a mi pesar en el conocimiento de la geografía porteña, el subte era el único medio que me permitía circular con cierta soltura por la mezcolanza de ruidos destemplados, duros paisajes y aristas abruptas de esa ciudad. La salida de cada estación de subte era para mí el centro de una isla de dos cuadras de diámetro dentro de la cual me podía mover con confianza. A medida que lo fui necesitando, tuve que explorar nuevas islas y hasta en ocasiones angostos istmos que las conectaban. Si alguien me preguntara la razón de esta preferencia (debo confesar que es lo que estoy haciendo yo mismo en este momento) me resultaría simple y poco comprometedor aducir alguna razón práctica. Por ejemplo, la posibilidad de memorizar e identificar estaciones que permite el subte. Desde Constitución (siempre entré a la Capital por la puerta de servicio): San Juan-Independencia-Moreno- Avenida de Mayo-Diagonal Norte (aquí es donde me bajo yo junto con todo el mundo; después continúa una serie de islotes inexplorados). Pero lo cierto es que además de esta indiscutible ventaja (comparar con el colectivo; al no ser posible agacharse demasiado, se debe reconocer el lugar por fragmentos de vereda y en medio de trayectos laberínticos) hay otro elemento más sutil y determinante que me inclinó desde un primer momento por el subterráneo. Sumergido en esa magma informe de miradas perdidas, gobernada por molinetes mecánicos y ocultos conductores, mezclado con la cual uno es introducido y eyectado pasiva y anónimamente, me sentía a salvo. Yo formaba -literalmente- parte de la masa. No era nadie ni dejaba recuerdo, no debía solicitar nada a choferes coléricos ni me unía ningún atisbo de solidaridad con los demás entes que me rodeaban, pisaban, apretaban y codeaban sin rozarme siquiera con su atención ni con sentimiento alguno, bueno o malo. En otras palabras, mi elección era causada en gran parte por un oscuro y vergonzante afán de pasar inadvertido. Ese apocamiento ingénito quizá haya sido la causa principal de mi deserción de la facultad de medicina, decisión de la cual aún hoy me felicito. El hecho es que terminé como oscuro empleado en una oscura escribanía, solitario, solterón y, hasta donde yo podía saber, feliz. Además, gracias al subterráneo conocí a Román Soler. La primera noticia de su existencia la tuve al salir de la escalera mecánica de Pueyrredón (línea Catedral-Palermo). Pocas veces había necesitado bajarme en esa estación; habitualmente continuaba hasta Agüero. Pero aquella vez mi jefe me había pedido que antes de la oficina pasara a retirar unos documentos por un estudio contable... en fin; el hecho es que debí bajar en la estación anterior. Ya a la salida de la escalera, donde están las ventanillas de venta de cospeles y casi oculto por el martilleo de los molinetes, me llegó el floreo de su bandoneón. No era yo en aquellos tiempos un especial amante del tango; tampoco un melómano ni mi cultura musical sobrepasaba la que me pudo brindar Falú o Waldo de los Ríos. Sin embargo, hay instrumentos que vaya a saber por que mecanismo siempre me conmovieron. Uno es el bandoneón. Y Román Soler sabía conmover. El instrumento imprecaba, argumentaba, lloraba. Con el idioma de la música, el único capaz de comunicar el puro sentimiento sin ningún maquillaje racional, Román me hablaba a mí. Me hablaba de mis miedos y vergüenzas ocultas, me consolaba de olvidados sufrimientos y frustraciones. Me acerqué lentamente. Estaba sentado en una silla de paja, en el pasillo bajo la Avenida Santa Fe. Sobre un banquito tenía su chambergo con la boca hacia arriba. Sorprendía su aspecto reluciente de tanguero, su brillante pelo negro aplastado contra el cráneo, saco oscuro cruzado, chaleco, pañuelo blanco de seda al cuello y pantalones negros con rayitas blancas verticales cuidadosamente planchados. El zapato izquierdo charolado y puntiagudo; la pierna derecha terminando a la altura de la rodilla con esa parte del pantalón plegado y sostenido con alfileres. La columna de gente que circulaba por el túnel se silenciaba y enlentecía al pasar cerca del músico. Había varios (y eso es lo que hice yo) que apoyados en su misma pared hacían un alto de unos minutos con sus portafolios sobre el piso. Al terminar Román la ejecución de la pieza, hubo murmullos de aprobación, monedas en el chambergo y hasta algún "Bravo, hermano". Con la sonrisa radiante que siempre me admiró, Román agradecía con inclinaciones de cabeza e insinuando incorporarse sobre su única pierna. Confieso que aquella vez el trámite que me llevó a la estación Pueyrredón me sirvió de pretexto. Me demoré veinte minutos en aquel pasillo disfrutando de la música de Román. Así pude enterarme que también cantaba; con una voz cálida, grave y metálica, afinación y vocalización impecables. Y siempre agradeciendo los aplausos (porque contra todo lo que se estila hubo aplausos) con los gestos de un profesional y la alegría de un amateur. Aquella primera vez, habiéndome demorado por tanto tiempo en ese túnel lleno de música, me sentí en la obligación de dejar algo en su chambergo, felicitarlo, presentarme (Ricardo Echeverría, a sus órdenes) y despedirme con un apretón de manos. Román, parándose en su única pierna y apoyado en la muleta me dio su tarjeta con gesto ampuloso: "Román Soler - Músico popular" decía. Aquella fue la primera de las casi diarias sesiones de tango que siguieron. Me acostumbré a viajar más temprano, bajar del tren en Pueyrredón, escuchar música durante media hora y caminar por Santa Fe hasta la escribanía. Después de varias semanas de cumplir con esta rutina, Román al verme llegar interrumpía la pieza, se incorporaba para saludarme y ponía su chambergo en el suelo para ofrecerme el banquito. Me convertí en su seguidor más fiel. A veces, mientras descansaba, dedicaba unos minutos para introducirme en la historia de tal o cual pieza o de su autor. Creo que me consideraba su alumno y quería ilustrarme acerca de aspectos técnicos del instrumento, de la posición de los dedos al ejecutarlo y hasta de la historia del bandoneón. Habiéndole informado de mi ignorancia musical, me puse en sus manos. Me apliqué a un aprendizaje sistemático y concienzudo del tango, autores, orquestas e intérpretes y memoricé las letras de los incluidos en su repertorio. Román no cantaba cualquier tango. Consideraba imprescindible que su letra tuviera poesía, alma, sentimiento. O al menos una sentenciosa moraleja. En este aspecto era un incondicional admirador de la poesía gauchesca desde la de José^ Hernandez hasta la de José Larralde. Hubo una vez en que Román me demostró cuanto apreciaba mi amistad. Estaba yo sentado en el banquito a su lado sosteniendo el chambergo entre las manos y agradeciendo las donaciones (para ese entonces, durante esa media hora diaria me consideraba su ayudante. Por otra parte, me parecía un abuso desplazar al chambergo de su sitial). Al terminar la interpretación de "Tango de Lengue" de Cadícamo y de agradecer al público, Román guardó} con medida prolijidad el instrumento, puso lo recaudado en el bolsillo del pantalón (el lado de la muleta es el más seguro: a los carteristas les impresiona el muñón) y me invitó: "Que le parece, Don Ricardo, si nos tomamos un cafecito, si tiene tiempo, digo..." Evidentemente, se adelantó a mis deseos. Nunca me hubiera atrevido —aún en el caso de encontrar el momento de hacerlo— a plantearle la pregunta que desde que lo oí por primera vez tenía atravesada: Cómo es que usted, Román Soler, músico popular de los buenos, se resigna a volcar su arte en un escenario tan humilde como un pasillo de subte, donde cualquier ignorante...que se yo...lo puede confundir... Con tanto perro envejecido torturándonos desde la T.V., ¿Cómo es que usted está aquí? Nos sentamos en una mesa con vista a Santa Fe y nos sirvieron dos cortados. Frenó con un gesto digno mi amague de pagar (¡de ninguna manera, yo invité, mi amigo...!) Su forma de vestir, de hablar y —tal vez— de pensar, hacían juego con su repertorio de los años '40. Digno y ampuloso, cultivaba una formalidad llena de ceremonias que me imponía respeto. "¿Es de su agrado esta mesa...? yo siempre la elijo porque definitivamente, las mujeres más lindas caminan por Santa Fe. Por Pueyrredón van las oficinistas. Y no es que yo tenga algo en contra del trabajo de la mujer..." decía, mientras dejaba sentado claramente que sí tenía algo. Después de hablar unos minutos del tiempo y de algún titular del diario (no era de las personas que gustan de ir al grano) entró en materia. Quizá usted se pregunte, Don Ricardo, la causa de mi elección de ese lugar para entregar mi arte... (tampoco era modesto el hombre). Su monólogo duró más de media hora. Interrumpiéndose cada tanto para señalar con respetuosa admiración alguna figura femenina y saboreando lentamente un cigarrillo, me contó la historia de su vocación. El problema de la pierna era un defecto congénito; tenía una prótesis con la cual se llevaba muy bien y que sólo se sacaba para su diaria actuación en el subte. Román Soler era -por supuesto- un seudónimo. "Es que para nosotros los porteños, los verdaderos ídolos, me refiero a los ídolos populares... ¿Me explico? tienen que tener un nombre de dos sílabas, y acentuado en la última. Y si no fíjese: Gardel, Perón (amagó pararse) la virgencita de Luján (se santiguó) Así que yo no podía resignarme a mi apellido: Kautchakian, y además corriendo el riesgo de que me llamen "El Turco"... Valdez cantaba desde muchacho. Había actuado en cantinas de la Boca, en clubes de barrio y hasta tenía grabadas dos cintas. Pero sabe que pasa, Don Ricardo? Siempre había un intermediario entre yo y mi público. El dueño del restaurante, los de la compa|{a grabadora, el empresario... Que se yo, siempre trabando, dificultando, ensuciando... No es fácil comunicarse, ¿sabe? ¿A Ud. le parece digno exigir que la gente pague para oírme? ¿Y si no les gustó mi música...? ¿Cómo les devuelvo la plata? Mire Don Ricardo: yo quiero cantar y lo que a mí me gusta hacer, lo hago gratis. Por otra parte, lo que no me gusta, no lo hago por todo el oro del mundo. Así que la felicidad que me da hacer bien —y yo sé que lo hago bien— lo que me gusta y el flujo del dinero, van por carriles distintos, como las paralelas. No se encuentran nunca. Pero en ese pasillo de allá abajo, en ese pasillo, ¿Sabe Don Ricardo? en ese pasillo le encontré la vuelta a la cosa. Yo les doy (a todos, también a los que no pueden pagar o no quieren, y hasta a los que no saben apreciar el arte) yo les doy lo mejor de mí mismo sin que me lo pidan. ¿Y sabe una cosa? Son muchos, ¿pero muchos, eh...? los que me dan algo de su plata sin que yo se la pida. Y sin nadie en el medio para molestar la comunicación. No le digo que estoy lleno de dinero, pero vivo y no me falta nada. Y hasta de vez en cuando, no le digo que pase seguido, pero de vez en cuando... el tango me regala un buen amigo... Y Román Soler, cantor popular, cara iluminada y sonrisa compradora, me palmeó el brazo. Conocedor el hombre, me señaló una minifalda con un cabeceo.

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