jueves, 26 de enero de 2012

MALVINAS (segunda parte)

Dejé instantáneamente de hablar, lo miré a los ojos y mi mirada contenía la súplica de que siguiera hablando. Creo que me interpretó, porque inmediatamente agregó :__Nunca pude volver, yo sigo allá. Como Carlitos y el Gallego y los demás. Iba a decirle algo, pero siguió. _Mire, cuando llegué a las islas, yo seguía acá, en Buenos Aires. Me parecía que me iba a despertar e iba a patear, como siempre debajo de la cucheta de Carlitos, gritando ¡ arriba recluta! ¡al pié de la cama!, ¡moviendo que hay que preparar el desayuno! Y ahora que, después de tres décadas, estoy en Buenos Aires, no hay caso, sigo cagado frío, mojado, tiritando y muerto de miedo en esa puta trinchera de Pradera del Ganzo.
Comprendí que era mejor callar. El flaco había entendido lo que yo pretendía y tuvo la buena voluntad de darme el gusto.
_ Carlitos era mi amigo. Ingresamos juntos al cuartel e inmediatamente congeniamos. Tanto así, que elegimos cofres contiguos y dormíamos en cuchetas superpuestas. El Gallego se acopló después. Era vivísimo y nos ayudaba a recuperar las cosas que nos habían afanado en la cuadra. Tenía una fantástica habilidad para abrir candados.
Mi amigo y yo estábamos muy lejos de todo lo que significaba la vida militar. Yo me adaptaba y sometía a todas esas ceremonias del ritual del cuartel porque trataba de pasarla lo mejor posible. Pero Carlitos no podía. No entendía por qué un tipo te podía gritar a su antojo y ordenarte hacer las cosas más disparatadas y vos tenías que hacerle caso para ser un buen soldado y defender a la Patria. Cuando un sub oficial le vociferaba alguna orden, miraba al primero que tuviera cerca y le decía _ ¿Qué quiere el coso este, Carlitos? _ ¿ Quién se cree que es?. Además nunca acertaba con los grados: era capaz de decirle mi capitán a un cabo primero o mi general a un teniente.
Se llamaba Sergio, pero todos le decían Carlitos por su manía de bautizar de esa manera a cualquiera al que le dirigiera la palabra. La costumbre la había heredado de su padre que, de tanto escuchar e idolatrar a Gardel, se le dio por meterle su nombre a todo el mundo.
El poco apego a la vida militar hizo que, en los primeros tiempos, Carlitos viviera más en el calabozo que afuera. Pero aquel muchachón buenazo y rústico, tenía una habilidad insólita, era un extraordinario dibujante. Cuando ya no sabían más que hacer con él, lo enviaron castigado a un depósito que estaba a cargo de un suboficial mayor. Era un lugar oscuro y sórdido al que nadie quería ser destinado porque había que trabajar duro cargando bultos y subiendo escaleras.
Sin embargo, ese fue el mejor lugar para mi compañero. El suboficial a cargo, tenía su talón de Aquiles en la pornografía y el nuevo ayudante le dibujaba espectaculares mujeres, a veces acompañadas, que realizaban las más insólitas piruetas con muy poca ropa o sin ella.
Los dibujos fueron un salvoconducto para mi amigo que se olvidó de los orden cerrado, los carrera mar cuerpo a tierra y los salto flexionado ar. Conseguía licencias y lo invitaban a reuniones en el Casino de Oficiales donde lo hacían dibujar posters para colgar en festicholas privadas.
Pero él seguía siendo el mismo grandote bonachón y solidario. Siempre dispuesto a acompañar al camarada en desgracia. _ ¡Tranquilo Carlitos!, no te calentés, vos te vas a ir a tu casa cuando te llegue la baja y ellos van a seguir en esta mierda jugando a los soldaditos.
Cuando llegó la noticia no la quisimos creer. _ ¡Vas a ver que no vamos nada! _¡Yo los conozco, Carlitos! _¡Al final van a arrugar! _ Decime, ¿Quién inventó la colimba?
Si a mí no me conmovían las numerosas arengas que nos recitaron durante todo el viaje y aún al llegar al las islas, se puede imaginar la nula influencia que tuvieron en mi amigo. _ ¿Qué dice el tipo ese? ¿Se tomó en serio lo de morir por la Patria? ¡Morite vos chupamedias! ¡Y hacele un bien a la humanidad!
Si yo pensaba que era una locura una guerra contra Inglaterra, imagínese lo que pasaba por la cabeza de mi compañero. _¡ Yo no pienso tirar un solo tiro, Carlitos! ¡Además, no sé! _ ¡Los ingleses no van a venir! ¡Y si vienen, nos toman prisioneros y chau, se acabó la guerra!
Cuando llegamos a Puerto Argentino no parecía haber nada organizado. Nos mandaban a un lugar y si haber llegado, nos mandaban para otro. El primer día terminamos tirados contra la pared de unos galpones tomando mate cocido con pan. Nosotros dos y el Gallego tratábamos de permanecer juntos, pasara lo que pasara, no queríamos separarnos. Teníamos miedo. Carlitos decía estar seguro de que nada iba a pasar, pero, también, tenía miedo, yo lo sabía.
Al otro día se decidieron a darnos un destino estable. Nos hicieron marchar 4 Km hasta Pradera del Ganzo donde unos marineros estaban arreglando una pista de aterrizaje. Era un caserío y lo primero que hicimos fue liberar a los habitantes, a los que habían encerrado en un salón que hacía las veces de capilla. Los tres formábamos parte de una de las comisiones que soltaban a los presos. Una vieja pálida, de anteojos, lo miraba a Carlitos con odio. Mi amigo la quiso alegrar. _ Tranquila , abuela, ya nos vamos, hoy o mañana nos volvemos a casa y la dejamos en paz.
Pero no nos íbamos. Seguíamos en el poblado, trabajando en la pista, caminando sin rumbo, comiendo porquerías y escuchando de vez en cuando encendidas arengas que nos querían convencer de la suerte que teníamos de poder morir defendiendo a la Patria.
Además de los aviones y helicópteros ingleses que empezaron a pasar rasantes y a las descargas de misiles sobre Puerto Argentimo que habían comenzado a aterrorizarnos, teníamos que soportar los cañonazos de una compañía antiaérea argentina que por detrás de nuestra posición tiraba tratando de impactar a las aeronaves enemigas y no siempre dirigían con precisión los disparos que cayeron en más de una ocasión cerca nuestro.
Lo que esperábamos que no ocurriera, estaba sucediendo. Estábamos en la guerra. Y un tiempo después recibimos la peor de las noticias, el ejército enemigo había conseguido desembarcar en una playa cercana y se dirigía hacia nosotros. Nos ordenaron, entonces cavar trincheras alrededor de la pista y defender la plaza con todo el armamento que disponíamos. Mientras tanto la compañía que teníamos a retaguardia les mandaba andanadas de granadas con sus morteros a los atacantes que ya estaban muy cerca. Demás está decir que algunas de esas granadas caían en nuestras trincheras.
Los más duros ataques de los ingleses se producían de noche, porque ellos veían todo a través de las miras con rayos infrarrojos y nosotros tirábamos a la oscuridad por si acertábamos con nuestros fusiles de repetición.
Los tres permanecíamos juntos hundiéndonos en la turba mojada que formaba el suelo de la zanja. Mi amigo, fiel a su promesa, no disparaba. _ ¡Esto es una locura, Carlitos! ¡Cuándo se va a terminar este sufrimiento! ¡Yo no aguanto más! ¡Sacanos de aquí, Carlitos! Tenía que hacer un esfuerzo grande para poder mantenerlo dentro de la trinchera. Me hacía acordar a un nene que se despierta angustiado y le pide ayuda a sus padres, porque le teme a la obscuridad.
Además de las miras infrarrojas, los británicos tenían unas lucecitas que te perseguían. Eran como pequeños misiles a los que atraía el calor del cuerpo. Uno de esos aparatos lo alcanzó al Gallego en la cabeza y se la destrozó. El grito de mi amigo fue un alarido desgarrador que consiguió superar los sonidos de la guerra. _¡Basta! ¡Paren! ¿Viste, Carlitos, lo le hicieron al Gallego? ¡Que mal les hizo el pibe, hijos de puta! ¡Paren de una vez! Tenía el rostro bañado en lágrimas. Me costaba mucho retenerlo dentro de la trinchera.
De pronto, una granada explotó cerca. Mi amigo zafó de mi abrazo. Saltó afuera y se metió en la noche gritando _ ¡Basta che! ¡Miren lo que hicieron! ¡Paren!
Una ráfaga de metralla lo cortó , prácticamente en dos.
El flaco lloraba.
Yo también.
Le pedí perdón.


Guiyo Tambella

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