Si Ud. tuvo alguna vez que acompañar a un amigo o familias hasta el aeropuerto para viajar en avión, me va a entender. Tendrán que presentarse dos horas antes del horario del vuelo, y una vez verificados los pasajes, elegido el asiento y despachado el equipaje, deberán esperar el llamado para el preembarque. Durante todo este tiempo no cabe otro tema de conversación que el propio viaje, tema por otra parte ya muy trillado en los meses de preparación previa. Sucede que cumplido el ritual de recomendaciones de rigor: “Llamá por teléfono cuando llegues, mandame una postal de lo que sea, traeme tal cosa del freeshop, cuidá la cartera, etc.) la conversación languidece rápidamente y, tanto el viajero como los que fueron a despedirlo, comienzan a mirar disimuladamente el reloj deseando que la cosa se termine. Es que una despedida, aún la de dos amantes apasionados, tiene su tiempo; si dura demasiado aburre.
Algo parecido pienso que puede pasarnos a muchos respecto del “último viaje”. (este eufemismo me suena algo remilgado; si lo uso es porque conviene a la analogía) Parecería que mentalmente estamos preparados para vivir 60 ó 70 años; a partir de entonces comienza una larga despedida que se expresa de distintas maneras: pensar, desear y tramitar la jubilación, verse y funcionar sólo como abuelo/a, comprarse una parcela en el cementerio privado, cultivar la nostalgia, repetir viejas anécdotas y abonar viejos resentimientos, denostar a la juventud, referirse frecuentemente a “mis tiempos” como si el actual fuera de otros que tienen la generosidad de prestárnoslo y cientos de etcéteras, hace que los que nos rodean terminen pensando mientras luchan con sentimientos de culpa: “¿Cuándo terminará de irse?”. Porque sucede que, con el control de los radicales libres y by-passes mediante, la cosa esta se alarga cada vez más. Teniendo en cuenta todo esto y aunque más no sea por consideración a nuestros futuros deudos, creo que convendría imaginarse joven, iniciar proyectos y dedicarse a gastar la vida, vivirla y si es posible disfrutarla como a una fiesta. en lugar de lamentar que nos va a ser quitado algo que no nos animamos a usar.
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