Los dos amigos llegaron a la orilla del mar. Juan lo veía por primera vez. Hasta ese día, sólo había conocido piletas y lagunas. Al ver tamaña extensión de agua preguntó:
— ¿Y la otra orilla? No me digas que esto tiene una sola orilla...
— Por supuesto que no... Pero no se llega a ver porque está lejísimos. Con
decirte que la orilla de enfrente pertenece al África...
Juan, el que no conocía el mar, quedó pensativo. Miró con desagrado el
agua, chasqueó la lengua y pareció decir que “no” con la cabeza.
— ¿Sabés que pasa? Dijo. Yo esperaba encontrar otra cosa... Pero, por
favor... Aclarame esto: ¿con qué está hecho este piso? Aquí no crecen
ni los yuyos...
— Esto es arena. En el mar hay muchísima arena, y con el viento se
forman médanos que son esas lomas amarillas que se ven por aquel lado...
— No costaría nada sembrar algo de pasto... digo yo, porque esta arena
quema los pies... ¿Y esas olas...? aquí nadar no debe ser nada fácil... ¡Y que salada es el agua! Mirá: vos no te ofendas, pero yo esperaba encontrar otra cosa...
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Y lo peor, era que a Juan en muchas ocasiones le había ocurrido lo mismo. Iba a lugares, o conocía a personas, o leía libros que le ofrecían algo inesperado, algo que no era lo previsto. Pensando encontrar una cosa, era otra la que aparecía. La había imaginado con una forma o un estilo determinado y era de otro diferente. Juan vivía decepcionado. No era que no le gustara lo ofrecido. No era eso exactamente, sino que “él esperaba otra cosa...”
Así vivió Juan. Y murió sin darse la oportunidad de saborear la infinita variabilidad de la vida. Encontró a lo largo de su vida a muchas personas, a infinidad de obras que nunca pudo conocer. Rechazó una tras otra solo por haberlas imaginado distintas. Y al ver como eran en la realidad, las dejó de lado. Nunca llegó a darse cuenta de todo lo que se había perdido.
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