martes, 25 de enero de 2011

LA CANCHA DE BOLITAS

La mano arrugada y venosa del anciano se apoyó en el brazo del niño y el contraste de sus pieles sobre el hule azul de la mesa de la cocina ofreció una imagen de indudable belleza objetiva. __ Así que, según usted, mi estimado y reconocidamente ingenioso nieto Bautista …El viejo jugaba con el idioma cuando hablaba con él; pasaba de una forma erudita y protocolar como esta, al lunfardo, el jurídico y hasta la jerigonza, en distintas ocasiones. El chico se preparó a escuchar una de las acostumbradas referencias a su nombre, que el abuelo llevó como una carga durante sus primeros años y ahora estaba de moda y hasta le sonaba agradable. Pero no, esta vez el tema era otro. __¿Así que no existen más las canchas de bolitas? ¿Ya no se juega más a la bolita?. Yo no puedo entender cómo pudo haberse perdido, mi querido Bautista, un juego tan hermoso y tan popular como ese.
En mi época escolar, cada barrio contaba con varias canchas. Se dibujaban sobre la tierra apisonada, generalmente en el espacio que se extiende desde el cordón hasta las baldosas de la vereda o en cualquier parte en que se encontrara un pedazo de tierra.
Tenían forma rectangular sin dimensiones estrictamente establecidas, aunque, por lo general, medían, aproximadamente, dos metros y medio de largo por un metro y medio de ancho. Los límites eran líneas que se marcaban en la tierra con un elemento punzante, generalmente un palo. Estas líneas tenían mucha importancia en el desarrollo del juego y se les llamaba “altas”. Con el tiempo, de tanto marcar y remarcar las altas, se convertían en surcos que le daban a la cancha un aspecto de estabilidad y permanencia. Te cuento que muchos de los caminitos que se formaban por el habitual paso de los peatones para cruzar algún terreno, tuvo que ser desviado para no perjudicar una cancha.
El juego comenzaba lanzando, los jugadores, sus bolitas, por riguroso turno, desde uno de los extremos del rectángulo. Cerca del otro extremo se encontraba el “hoyo”. Este se fabricaba pisando sobre la tierra un “bolón”, que era una bolita con el doble o el triple de tamaño que las comunes. Al igual que con las altas, la demarcación sucesiva del hoyo le daba su conformación definitiva.
Los objetivos a conseguir, para ganar, eran sencillos: se debía hacer el hoyo y la quema. El primero se lograba embocando la bolita en el pequeño pozo y la segunda, más difícil, chocando con tu bolita, la del rival. Había verdaderos genios que lograban la quema lanzando desde grandes distancias.
Pero lo más original de este deporte eran las reglas. No estaban preestablecidas ni mucho menos, escritas; se cantaban. Por ejemplo: ¿Cómo se fijaban los turnos de salida?, muy simple, uno de los jugadores gritaba ¡primero! o cualquier otro puesto que le gustase, seguido de un segundo grito: ¡canté! Y el puesto ya era suyo; los demás debían cantar para lograr cualquier otro lugar, menos ese.
Los mejores jugadores preferían el último puesto, porque jugaban teniendo, ya, a todos sus oponentes ubicados. Para lograrlo debían cantar rápidamente ¡cola!
Lo primero era “medir”, es decir, arrimar tu bolita, lo más posible, al hoyo. La más cercana jugaba primero y las demás sucesivamente de acuerdo a las distancias. Aquí podía aparecer la primera regla cantada. Si una bolita quedaba fuera de la cancha, más allá del alta, había dos cantos respectivos y contrapuestos:¡alta mide! o ¡alta no mide! Si triunfaba el segundo, la bolita que había transpuesto los límites de la cancha, tenía que ser jugada después que todas las demás, aunque estuviera cerca del hoyo.
El que conseguía el hoyo y la quema era el triunfador y el “quemado” debía pagar con una bolita. Normalmente era indistinto el orden de obtención de los objetivos; se podía conseguir el hoyo antes que la quema o viceversa. Claro, siempre y cuando alguien no cantara: ¡hoyo antes que quema! o ¡quema antes que hoyo! Alcanzado uno de estos logros el jugador tenía derecho a lanzar nuevamente.
Si dos jugadores habían conseguido el hoyo, sólo tenían que quemar al rival para triunfar. Comenzaba entonces una persecución mutua para dilucidar quien quemaba a quien. Esta persecución generalmente trascendía los límites de la cancha y llegaba a los alrededores, casi siempre cubiertos de yuyos. Un canto hacía que, obligatoriamente, se siguiera lanzando la bolita en pos de quemar a la rival: ¡persiga hasta la muerte que yo quiera! Después de este canto, por más lejana y escondida que estuviera la bolita contraria, uno tenía que lanzar la propia contra ella. El riesgo era quedar enredado entre los yuyos, cerca del oponente a quien le quedaba un tiro fácil para ganar. Pero el perseguidor también podía utilizar un canto para mejorar sus posibilidades; como la bolita enemiga estaba generalmente rodeada de yuyos, un tiro cercano podía hacerla mover sin necesidad de impactarla directamente. El apresurado canto era: ¡como la mueva!, que también tenía su réplica: ¡mueve pajita no paga bolita!
Una jugada prohibida y considerada siempre como tramposa era la “manganeta”, que consistía en llevar la mano hacia atrás y luego hacia delante, antes de arrojar la bolita, pero sobrepasando, con el segundo movimiento, la línea inicial. Por supuesto que esto se hacía para acercarse engañosamente al objetivo.
Había muchas clases de bolitas, las más comunes eran las de vidrio translúcido de distintos tonos y también veteadas con bandas blancas o de otros colores que se mostraban como telas flotando en una esfera colorida y transparente. Ya te nombré los bolones, iguales a las bolitas pero de mayor dimensión. También estaban las lecheras, que eran totalmente blancas. Los aceritos eran simples municiones de acero que, habitualmente, no eran permitidas porque podían partir la bolita contraria al quemarla. Cada jugador tenía una bolita preferida a la que llamaba “puntera” y que se adaptaba como ninguna a sus dedos y podía arrojarla con mayor precisión. Las punteras eran, siempre, medio “cachuzas”, es decir, llenas de pequeñas muescas, raspones y grietas, fruto de tantas batallas. Los “ojitos” eran pequeñas esferas de vidrio que yo no he visto usar nada más que para aumentar la colección o negociar durante un partido. Por ejemplo, no era extraño un trato como este: __ “¡Perdiste…, pagá!” __ “¡No tengo más bolitas…, me melaste…, te pago con dos ojitos!” __ “¡Dale!”. Vos, que sos un paparullo de esta época, Bautista, seguro que no entendés, pero “melar” era ganarle al rival todas las bolitas que tenía o dejarlo, como diría el gran Carlos de la Púa, con “minga” de bolitas. Una mancha insoportable en el historial personal era haber tenido que pagar con la puntera.
Los “marmusos” eran las bolitas más ordinarias. Se fabricaban de cemento esmaltado de distintos colores. Ni soñando podías utilizar un marmuso para jugar; se rompían con el más pequeño roce. Claro que, si tenías que comprarlas, eran las más baratas.
Como todo deporte y yo digo que más que ninguno, la bolita era escuela de vida. Te enseñaba que, para ser ganador, tenías que trabajar muy duro entrenándote, te enseñaba a pensar, a utilizar la inteligencia para resolver tus dificultades, aprendías a descifrar los códigos que caracterizan las relaciones humanas, a conocer quién es quien, a diferenciar lo bueno de lo malo y fundamentalmente, aprendías que ganar o perder no significan la gloria triunfalista o el fracaso vergonzante, sino simples circunstancias del juego. Si prestabas la necesaria atención, la cancha de bolitas te enseñaba a ganar con serenidad y a perder con altura. Y todo lo aprendías de una manera directa y eficaz; una de las cosas que te podían suceder, si no adquirías los conocimientos necesarios, es que, al cabo de un corto tiempo, tu bolsa quedara vacía.
Pero, si fuera por los deseos de mi madre, yo jamás hubiera pisado una cancha de bolitas. Tu bisabuela, Bautista, era buena y amorosa, pero tenía la manía de sobreprotegerme. Ella decía que “el hijo del Doctor”, de acuerdo a la condición que me otorgaba como si fuera un título de nobleza, no podía juntarse con esos “chicos de la calle” que, según ella, eran malos y vivían en barrios marginales a los que llamaba “las afueras”. De acuerdo a estas premisas, yo tenía que permanecer en casa, a la espera de los niños que a ella se le ocurría invitar para jugar conmigo. Era como una cárcel dorada y abrigada, pero cárcel al fin.
Mi liberación llegó un día de la mano del Bebe. Lo conocí en la Sede Parroquial, que era el único lugar a donde mamá me dejaba concurrir para jugar al fútbol. El Bebe me invitó una tarde a tomar el té y a pesar de que su casa se encontraba en uno de los límites de la ciudad, allí donde el pueblo comenzaba a transformarse en campo y dentro de un barrio pobre, mamá me dejó ir. ¿Querés, caro Bautista, que te explique el porqué de este milagro de tolerancia materna? Simple. El Bebe era portador de dos apellidos y para colmo, ambos coincidían con los nombres de dos localidades rurales de la Provincia de Buenos Aires. Mi madre podía mantenerse firme ante cualquier súplica, pero el abolengo la ablandaba. Era incapaz de resistirse a dos apellidos ilustres.
Mi amigo era menor que yo, bajito, enjuto, un poco cabezón y chueco. Caminaba con un leve bamboleo y su rostro tenía, generalmente, una expresión seria y reflexiva. Hablaba sentenciosamente, sin la agudeza de voz que caracteriza a los niños pequeños y mirando hacia el suelo. Sus temas preferidos eran los animales, el campo, la caza, la pesca y…las bolitas.
Su casa daba a una calle ancha pero todavía de tierra, que, después de la lluvia, durante mucho tiempo, conservaba las cicatrices de hondos huellones producidos por las ruedas de numerosos carros y algunos automóviles. El Bebe vivía en un caserón de dos pisos, con tantas habitaciones que sería, ahora, imposible precisar su número. Tenía techos a dos aguas que cubrían con diferentes orientaciones y a distintas alturas todos los sectores de la vivienda. La rodeaban inmensas galerías, algo elevadas, con pisos de mosaicos, a las que se accedía por escaleras de mármol. Estaban ocupadas por viejos y deteriorados sillones de mimbre, alguna reposera descolorida e inmensos macetones con calas, helechos, begonias y palmeras. El viento solía murmurar entre las casuarinas que rodeaban la propiedad y sacudía las enredaderas de santa ritas, jazmines y madreselvas que trepaban por las barandas de las galerías. El revoque de las paredes, descascaradas en su mayor parte, conservaba muy poco de su color amarillo En el frente, tres grandes canteros, en ese momento llenos de yuyos y pajas bravas, estaban rodeados de senderos que, alguna vez, habían sido cubiertos por granza.
La casa de mi amigo tenía todo el aspecto de una aristocrática mansión venida a menos que, en sus épocas de gloria, había sido casco de un establecimiento rural de mayores dimensiones. En la parte trasera subsistían los restos de dos construcciones que daban testimonio de pasados fulgores. Primero, un viejo y enorme molino que había servido para llenar el tanque australiano que ahora mostraba, en el fondo, agua estancada y llena de verdín. Después, lo que quedaba de la despoblada caballeriza con piso de ladrillos y boxes de madera lustrada que uno imaginaba habitados por caballos de raza o petizos de polo. Era como un castillo medieval que hubiera quedado atrapado en el medio de un villorrio miserable.


Desde la primera de mis visitas, que con el tiempo se hicieron diarias, el Bebe me mostró y me compartió sus habilidades. Una de ellas me aterrorizó al principio, hasta que pude acostumbrarme. El chiquilín llenaba una botella con agua y me conducía hasta los canteros del frente. Allí buscaba cuidadosamente unos orificios que aparecían entre los yuyos. Cuando encontraba uno que le satisfacía, comenzaba a verter en él el agua de la botella. Entonces se producía un hecho espectacular y horripilante: por el agujero entre los yuyos aparecían, primero las patas y luego, la totalidad de una enorme araña pollito cuyo aspecto hacía erizar los pelos. Yo que siempre tuve aversión a las arañas, aunque fueran pequeñas, imaginate Bautista cómo salí corriendo tratando de poner la mayor distancia posible entre mi humanidad y semejante monstruo. El Bebe se me acercó lentamente y mientras me tranquilizaba diciendo, con su acostumbrada seriedad, que esa clase de arañas no eran peligrosas, dejaba que el insecto caminara libremente por sus brazos.
Mi pequeño amigo sabio desarrolló dos nuevas hazañas en el vasto espacio comprendido entre el alambrado del fondo de su casa y el gran monte de eucaliptos y pinos que se levantaba más allá. Una tarde de noviembre me mostró un curioso aparato que él mismo había construido. Se trataba de una bolsa de arpillera a la que le había cosido un aro de metal en su boca. Este anillo tenía la misión de mantener la bolsa siempre abierta y de él colgaban dos sogas de, aproximadamente, tres metros de largo que le habían sido atadas en lugares opuestos. Presentado el adminículo, que fue a buscar en un pequeño galpón, al lado de la caballeriza, me dijo con cierto tono triunfalista:__¡vamos a pescar!
Más o menos por la mitad del campo que se extendía desde el alambrado hasta el monte, cruzaba un barroso y serpenteante arroyo. En algunos lugares el curso de agua se hacía más angosto y recto. Era allí donde arrojábamos la original red de pesca. Orientábamos la boca contra la corriente y cada uno desde una orilla opuesta caminaba tirando de la soga. A los pocos pasos, el peso nos impedía seguir avanzando. Izábamos, entonces, con gran esfuerzo, la red que chorreaba agua y barro y volcábamos, sobre la gramilla mas corta de una orilla, todo su contenido. Era un magma barroso plagado de cientos de renacuajos que parecían hervir por el constante movimiento de sus cuerpos de azabache. Pero, ayudados por alguna rama, revolvíamos esa masa negra y húmeda y hacía su aparición lo que realmente veníamos a buscar, asombrate, Bautista, como yo la primera vez que los vi, ¡peces de colores! Había rojos, combinados blancos y rojos, azules, negros y amarillos. Los colocábamos, cuidadosamente en un tacho con agua fresca que traíamos desde la casa y nos volvíamos a ella con la maravillosa cosecha.
Esa fue la única vez que, en mi casa, hubo una pecera, porque, ante el hecho consumado, mi padre no tuvo otra opción que comprar una.
Así como con los peces, mi compañerito compartió conmigo sus conocimientos de caza.
Me fabricó una gomera con una horqueta que eligió cuidadosamente de un cerco de ligustros, le ató a la punta de ambas ramas de la misma, sendas bandas de goma que recortó de una cámara de auto, unió las gomas con a un trozo de cuero que servía para alojar la piedra y me la entregó. Todo esto demostrando una técnica impecable y con su acostumbrada imagen de seriedad.
Después practicábamos arrojando piedras contra una pequeña lata que habíamos clavado en el tronco de una casuarina. Hacíamos la cacería en el inmenso monte, más allá del arroyo. Aunque yo conseguí acertarle a algo, la puntería del Bebe era inigualable y gracias a él pudimos saborear, en la casa de mi abuela, la famosa polenta con pajaritos que preparaba mi tío Alfredo, con una receta que, según él, la familia poseía desde hacía tres generaciones.
Pero la más divertida y provechosa actividad de mis visitas a la casa del Bebe eran, para mi, los partidos de bolitas. Un buen día, decidió que lo acompañara a la cancha que quedaba en la calle del frente de la quinta, a dos cuadras de distancia. Estaba marcada cerca del poste de luz de la esquina, en la vereda de la casa de los Jiardina, que eran prácticamente los dueños del lugar y los jefes del barrio. Se trataba de un par de mellizos tan iguales, físicamente, que parecían fotocopias. Igualmente rubios y rulientos, igualmente flacos y sucios. No sé si usaban ropas iguales, pero las que vestían estaban tan sucias, rotosas y remendadas, que las diferencias, si las tenían, no se notaban.
Ya me había advertido, mi amigo, que los Jiardina eran peleadores y camorreros y que seguramente tratarían de pelearse conmigo inventando cualquier excusa. __Vos no te enojés ni contestés, dejame a mi…, me había dicho.
Los agresivos mellizos se llamaban Nito y Coco, pero era difícil acertar con el nombre a no ser que uno supiera cuál de los dos era el que siempre usaba, en cada dedo de su mano derecha, un anillo puntiagudo y amenazante fabricado con un clavo de herradura.
Tal como lo había previsto el Bebe, ni bien llegamos a la cancha, uno de los rubios me miró desafiante y gritó__¡¿y este gordo bachicha revienta salchicha?!. No había terminado la frase, cuando mi compañerito contestó, no menos desafiante:__¡es mi amigo y yo lo defiendo! El viejo se quedó, un momento, mirando al infinito con una sonrisa plácida en sus labios.__¡Santo remedio, Bautista!..., nunca más me agredieron.
Pero, después, solo con mi almohada, pensaba, ¿ como podía un alfeñique menor, con estampa de debilucho y malformado imponer tanto respeto?. Más tarde entendí. Mi héroe era como un náufrago que desembarcó en una isla peligrosa llena de caníbales.
Para poder sobrevivir, había tenido que aprender rápidamente muchas cosas. Se dio cuenta, desde el principio, que tenía que desarrollar virtudes extraordinarias si quería sortear las dificultades que le planteaba el ambiente. Trabajó incansablemente y lo consiguió. Por más pequeño que fuera, ¿quién se animaba a faltarle el respeto a alguien que podía amaestrar una inmensa araña venenosa?, ¿quién quería pelear con un chico que armaba su gomera como un rayo y le acertaba infaliblemente a cualquier pajarito, en la punta del eucaliptus más alto?, ¿se podía alardear de algún trofeo, con alguien que tenía una colección de peces de colores, pescados por él mismo en el fondo de su casa?
Yo pude unir mi historia de preso liberado con la de mi salvador, un pequeño Robinson Crusoe sobreviviente del naufragio que me enseñó en poco tiempo y en forma práctica una frase de Napoleón que mi padre había colgado en la cabecera de mi cama: “Imposible es una palabra que solo se encuentra en el diccionario de los tontos”
Pero escuchame bien, Bautista, porque ahora viene la mejor parte, el histórico partido que le jugamos a los Jiardina en su propia cancha…, ¡Bautista!..., ¡¿qué hacés?!..., ¡¿me tomaste de gil?!..., yo me esfuerzo para tratar de transmitirte un poco de cultura y vos ¡¿seguís con los auriculares colocados escuchando la porquería de música que guardás en ese aparatito infernal que te regaló tu viejo?!


Guillermo B. Tambella

No hay comentarios: