lunes, 4 de octubre de 2010

DIEZ

CARLOS


Llevo al sur como un destino del corazón
Soy del sur como los aires del bandoneón
Sueño al sur, inmensa luna, cielo al revés
Vuelvo al sur; el tiempo abierto y su después

De “Vuelvo al sur”
Pino Solanas

— Ahora andá y poné “Sangre vienesa” dijo mamá.

Le di manija a la victrola y puse el disco mientras ella aprovechaba para
sentarse y descansar un poco. Mamá y yo estábamos en plena sesión de baile, y el vals era lo primero que había que aprender. No era el baile lo que a mí más me gustaba, sino la oportunidad que me daba de estar a solas con ella y recibiendo toda su atención. A los siete años, mamá era mi novia. Terminada la lección y arrodillados en el suelo, nos dedicamos a guardar en la discoteca los discos de Strauss. Yo se los alcanzaba envueltos en su sobre y ella los acomodaba prolijamente en el espacio reservado para los bailables. Aprovechando el momento de intimidad, me animé a hablar:

— Mamá: ¿Quién es más bueno, Carlos o yo? Lo que quería que me dijera, lo que quería en realidad (estoy seguro de que ella me entendió) era hacerle la eterna pregunta que se le hace a la novia: Mamá, ¿Me querés? No me atreví a mirarla; sin embargo percibí su sonrisa y la humedad de sus ojos. Me abrazó y me acarició la cabeza sin hablar. Para mí fue suficiente respuesta.


Carlos era mi compañero inevitable de pieza. Alfredo con Quito en una,
Ana María con Lindora en otra, Carlos y yo en otra, papá con mamá en otra, Abuelita en otra, visitas y/o parientes en otra/s. Es probable que de chicos la pieza fuera lo único que teníamos en común. La compartíamos sin conflictos: en aquellos tiempos sólo se usaba el dormitorio para dormir; la vida transcurría afuera. Amoblado sólo con una cómoda, dos camas de hierro con su lugar secreto para esconder bolitas, mesas de luz y paredes desnudas, guardaba el mismo ascetismo que toda la casa. Por otra parte, la decoración de interiores no tenía la difusión actual. Quizá la excepción fuera el “comedor”. Con su araña llena de caireles, hogar con mayólica, sillones, etc. no se usaba para comer sino para “recibir” y era el lugar donde estaban las cosas lindas y caras de la casa.

En la infancia y adolescencia, ser tres años menor era casi como pertenecer a otra generación. Carlos tenía otros amigos, otro estilo. Usaba conmigo una tolerancia a veces irritante; sin embargo, siendo mi hermano varón más cercano, yo lo usaba como consultor para mis problemas. Felizmente, estos eran de poca monta porque Carlos se negaba a asumir esa función con la seriedad necesaria. Las consultas seguían invariablemente un patrón: 1) yo le planteaba mi problema (en serio). 2) él, con toda seriedad, me contestaba (en broma) 3) yo le creía. A pesar de eso y quizá por no contar con otro mejor o que estuviera más a mano, yo lo seguía considerando mi consejero, sólo que tomaba con pinzas sus respuestas. Mejor un orientador poco confiable que ninguno.

Todos los amigos de Carlos: Gerardo, Roy, Marcelo, etc. eran compañeros de estudios. Además frecuentaban clubes de tenis (actividad que para mí y mis amigos, expertos en payana, bolitas y otros deportes de pueblo, nos parecía de oligarcas). No obstante, y a pesar de su aire perdonavidas, Carlos y sus amigos nos trataban bien y hasta participaban a veces de nuestros juegos. Si surgían conflictos, no se ponían a nuestro nivel; tomaban distancia y nos ignoraban, como supongo que se usaba en su círculo.

Nuestra relación se mantenía fundamentalmente por los momentos que compartíamos en la oscuridad de la pieza. Noche a noche Carlos me contaba películas o cuentos que sistemáticamente me mantenían en suspenso y me hacían soñar con mil peligros. En sus momentos más creativos, las historias se interrumpían en el pasaje culminante, en que por ejemplo Tarzán era devorado por una ciénaga sin que Boy consiguiera alcanzarle una liana, o Flash Gordon caía en un meteorito a punto de estrellarse contra algún planeta negro y helado. Como a la noche siguiente yo le exigía que continuase la historia porque me atormentaba la incertidumbre, Carlos salvaba al héroe sólo para ponerlo un rato más tarde a merced de los cocodrilos o atrapado por monstruos espaciales.

Mi relación con papá y mamá era de una naturaleza tal que no admitía frivolidades. No podía ir a mamá y menos a papá a preguntarles tonterías. O quizá sí podía pero yo prefería tener con ellos otras formas de comunicación, hablarles sólo de cosas trascendentes y fundamentales. Por eso, cuando tuve la curiosidad de conocer la función de una cosa tan inútil como el bidet, acudí a Carlos. Él con toda su tolerancia y con una seriedad que le agradecí, me explicó que servía para lavarse los pies. Respetuoso como siempre fui por las normas, y a pesar de notar fallas groseras en su diseño —ya que cumplía correctamente su función en las plantas pero no en el dorso de los pies— lo estuve usando para esos fines un largo tiempo (creo que fueron varios años).


Siempre lo quise; sobre todo lo admiré. Era el mejor en el estudio y en el deporte. Ya en la adolescencia se dejaba amar y ocasionalmente conquistar por las chicas. Y hubo por lo menos una vez en que sí me tomó en serio. Tan en serio como se requería. Yo estaba en quinto año del Nacional; él en tercero de Medicina. Caminábamos por la calle Toll, no recuerdo hacia dónde íbamos, quizá a la parroquia. Pero sí me acuerdo que caminando por la vereda de lo de Latorre y a la altura de la comisaría, me explicó en forma didáctica y con toda seriedad, la función y el recorrido de las coronarias y los riesgos del infarto de miocardio. Trataba de hacerlo como quien habla de un tema neutro, como quien enseña algo a un estudiante. Los dos sabíamos que estábamos hablando nada menos de que podíamos perderlo a papá. Lo hacíamos en forma elíptica (sólo así era posible). Carlos, a pesar de la imagen que cultivaba, ya entonces era puro corazón.

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