lunes, 2 de agosto de 2010

SUCEDIÓ EN ADROGUÉ (Memorias de un chico)

UNA EXPLICACIÓN


Este es el libro del tema inevitable; por lo menos para mí. El tema es mi infancia y de ella puedo hablar. La conozco, la siento, en parte la recuerdo. En una gran parte, aunque olvidada, sigue aquí dentro, dictándome el libreto. Pero además quiero hacerlo, como una forma de vivirla de nuevo, saboreándola despacio, con todos los sentidos. Porque me duele, porque ahora sé que fue feliz, que tuvo todos los ingredientes que usaría para fabricar una infancia perfecta.
Sólo pude elegir el título cuando comprendí la real naturaleza de lo que estaba haciendo. Desgranados recuerdo sin demasiado respeto por la cronología, algunos vividos por mí, otros reconstruidos a partir de testimonios de mis hermanos, y seguramente todos embellecidos por la nostalgia. No son exactamente mis recuerdos. Por lo menos no los de este adulto en el que me convertí con el tiempo. Son los recuerdos del chico que fui y que sigue vivo en algún lugar dentro de mi disfraz. Muchos están relatados con el único lenguaje que puede expresar el sentimiento que los impregna: el lenguaje de aquel chico. Todo pudo haber ocurrido en otro pueblo, no dudo que puede haber otros tan hermosos como el mío. Pero todo esto sucedió en Adrogué, que para mí y seguramente también para muchos, es el mejor del mundo. Por el contundente, irrefutable motivo de que aquí está mi infancia, que es como decir que sólo aquí estoy completo.
Los héroes de esta historia, con escasas excepciones, son reales y están mencionados con nombre y apellido. Ocasionalmente preferí disimular la identidad de alguno; no quise correr el riesgo de lastimar a gente que forma parte de recuerdos muy queridos. Unos pocos son personajes de ficción, y que yo sepa, no existieron.
Escribí esto pensando en mis padres y hermanos. Esto está fundamentalmente dedicado a ellos, lo quise hacer para hablarles a ellos. No descarto, sin embargo, que pueda llegar este mensaje a otros que tuvieron mi misma suerte, que también tuvieron una familia. O que vivieron en aquella misma época en que no existían “ganadores” y “perdedores” sino simplemente gente íntegra y ladrones. Una época en la que “dignidad” y “honor” eran valores apreciados y no lastres molestos.
Seguramente muchos de los personajes que aquí describo estarán idealizados. En mi caso no puedo dejar de hacerlo —y lo confieso con orgullo— con mis padres. Ellos fueron mis ídolos y como tales los adoré. De eso fui tomando conciencia con los años. Cuando conviví con ellos este sentimiento estaba implícito. Yo suponía que era natural, que todos los chicos tenían padres así.
Esta es también la historia de una casa enorme con muchas puertas, la mayoría sin llave, una casa capaz de dar abrigo y alegría a muchos hijos, parientes, amigos, vecinos. Como el corazón de mis padres, ignorantes del escepticismo, de la ironía y de la amargura. Y llenos de la sabiduría que sólo se gana amando, viviendo el verdadero amor en serena plenitud.
En uno de los episodios de este libro, papá llega a casa mientras yo cumplía un trabajo en la huerta que me había encomendado. “…contento de que me hubiera encontrado trabajando en la quinta le pregunté:
—¿Así está bien, papá?”
A veces pienso que esa es la pregunta de mi vida. Papá no usó conmigo otro lenguaje que el de su forma de vivir. Yo creo que la única forma de responderle es con la mía. Ya con la confianza que dan los años de convivencia en el recuerdo, siendo ya de la misma edad y casi amigos, sigo siendo sin embargo su hijo, el menor de los varones. Por eso, después de cada acto de mi vida, de cada decisión tomada y también una vez terminado este libro, siento la necesidad de su aprobación. Y surge de nuevo la pregunta:
—¿Así está bien, papá?

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