Le habían rebajado el sueldo en el trabajo, por lo que Alberto tuvo que prescindir del colectivo y resignarse a viajar con su bicicleta en el furgón del tren. Así conoció algo distinto. Expresiones agrias, silencio hosco, hacinamiento y desorden. Toses y humo de cigarrillos. En cada parada, al subir un nuevo pasajero, aumentaba el mal humor. Si alguien necesitaba bajar en una estación intermedia, el hecho de buscar la propia bicicleta en el caos de ruedas y pedales amontonados en un costado, era recibido con protestas apenas disimuladas. Alberto era un hombre religioso y a duras penas soportaba esas muestras de intolerancia. Mentalmente comparaba lo que se vivía en el pequeño universo del furgón con las actitudes que Dios hubiera esperado de sus hijos. Porque esos que se miraban sin verse, que se trataban como enemigos, eran hermanos. Alberto rezaba mentalmente por ellos, refugiado en un rincón. Era lo único que podía hacer. Porque cuando quiso intervenir, hacerlos entrar en razón con alguna frase del evangelio, esos mismos que llevaban el rosario a modo de collar, se habían burlado. De él y de la palabra de Dios. Había sido muy doloroso para Alberto verlos por una vez unidos, por esa única vez, para hacer escarnio del mensaje de Cristo.
Cuando, al mejorar la situación en su fábrica, recuperó su sueldo original, pudo dejar ese furgón con una sensación de alivio. No obstante, él debía amar a aquellas personas, de modo que continuó recordándolas en sus oraciones.
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Le habían rebajado el sueldo en el trabajo, por lo que Beto tuvo que prescindir del colectivo y resignarse a viajar con su bicicleta en el furgón del tren. Expresiones agrias, silencio hosco, hacinamiento y desorden. Beto era un hombre religioso y debía amar a aquellas personas tan poco amigables. Así que se encomendó a Dios y comenzó por lo primero.
—¡Buenos días...! —Al principio contestaron su saludo una o dos personas. Con el correr de los días, por su actitud —algún inicio de conversación quejándose del tiempo, por ejemplo— el grupo pudo descartar dejos de sorna en ese recién llegado. Entonces el encuentro matinal fue cambiando sutilmente.
—¡Buenos días, muchachos...!
—Qué hacés, Beto... —Los pasajeros del furgón eran siempre los mismos, rara vez se agregaba o desertaba alguno, de modo que no pasó demasiado tiempo hasta que una cierta relación se fue estableciendo entre todos.
—Correte un cachito Omar, así el Cacho puede subir la bici...
—Esperá, Beto, vamos a ayudarlo... ¡Dale, enano, que te vas a quedar abajo!
Y mientras el Beto sube la bicicleta —sólida y pesada, en franca desproporción con su dueño—, Omar le tiende una mano al Cacho.
Así, el grupo del furgón fue recuperando la antigua camaradería. La que era tan común antes de este tiempo despiadado. Casi espontáneamente se creó un ordenamiento de las bicis, de modo que los que bajaban antes las tuvieran más a mano. Fueron desapareciendo las expresiones crispadas y las relaciones se hicieron cada vez más personales. Sin manifestarlo, todos reconocían que el causante de este cambio de clima, que les acortaba el viaje y les hacía más fácil el día de trabajo, era ese muchacho alto y flaco, el Beto.
Una mañana, recién iniciado el viaje, se acercó Ramón —plomero y gasista, que malamente conseguía mantener una familia con cuatro hijos— y llevó al Beto a un costado. Después de vencer su timidez y con mucho circunloquio se atrevió a formular la pregunta que se hacían muchos.
—Flaco, disculpá, pero hace un tiempo que quería hacerte una pregunta... No sé si te molesta... si es así dejá nomás...
—No, Ramoncito... qué me va a molestar —y le palmea suavemente el brazo para que se sienta en confianza.
—Mirá, Beto. Antes de que vos empezaras a viajar, este furgón... qué querés que te diga... era un infierno. Como perros y gatos, ¿viste? Pero llegaste vos... con esa buena onda... ¿Cómo hacés para ser así? Porque vos también tenés tus problemas de guita... de lo que sea... ¿Cómo hacés? —Beto pensó: “Gracias, Jesús” y con el mayor respeto comenzó el anuncio de la Buena Noticia.
Cuando, al mejorar la situación en su fábrica, recuperó su sueldo original, Beto continuó viajando en el furgón con su bicicleta. Justo ahora que estaban queriendo organizar algo para ayudar al gallego Felipe —tenía que operar a su hijo de una hernia— no podía abandonar a sus amigos.
miércoles, 28 de julio de 2010
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