lunes, 19 de julio de 2010

AMIGOS

No sé si les comenté en alguna oportunidad que estuve participando durante muchos años (o sea hasta que me jubilé) en un estudio epidemiológico de malformaciones congénitas que se llamó -en realidad se sigue llamando- ECLAMC. El que lo inventó y aún lo dirige se llama Eduardo E. Castilla. Esta intruducción es necesaria por dos razones: 1) para que entiendan algo de lo que sigue. 2) para alardear de científico. Para una página web que tenía aquel estudio escribí algunas cosas. Aquí va una.
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En esos momentos, salía junto con Eduardo (coordinador del ya mencionado ECLAMC) de su departamento de Buenos Aires. En la escalera nos cruzamos con otra inquilina del edificio. ¡Buenos días, doctor! ¡Que gusto verlo por aquí...! Eduardo respondió con palabras adecuadas a saludo tan cordial y seguimos bajando. Nos habíamos citado para ir a comer al “Palacio de la papa frita” y de paso contarnos las novedades de nuestras vidas, del ECLAMC, etc. Mientras caminábamos, le comenté, medio en broma, medio en serio: “Tan afectuosas relaciones con tus vecinos de departamento apoya mi hipótesis sobre el ECLAMC: es muy fácil llevarse bien con la gente, llevarnos bien entre nosotros, cuando nos vemos 3 ó 4 días al año en la reunión anual, para después mantenernos a distancia procurando olvidar nuestras caras”. Después de dos horas de charla, milanesa de ternera, papas y huevos fritos, nos despedimos y me volví para Adrogué. En el tren retomé el tema. Mi cínico comentario me seguía dando vueltas. Lo que me preocupaba era la parte de verdad que tenía. Porque es cierto: en toda mi vida no tuve un sí ni un no con un habitante de Tutuila, Samoa oriental, y pienso que probablemente se deba a que nunca vi a ninguno. Tal vez a mis amigos del ECLAMC los pueda considerar como tales por razones parecidas. Los tres días anuales de convivencia, a los que hay que restar las horas de sueño, las dedicadas a mirar radiografías, diapositivas, imágenes proyectadas desde chismes electrónicos diversos, al cofi breik con masas secas, a la guitarreada, a la caipirinha, a comentar entre nosotros cuantos nietos vamos teniendo y a tratar de averiguar que demonios dijo en su exposición el invitado angloparlante de turno, no dan como para anudar una buena pelea con nadie. Al día siguiente de aquella charla, la mañana estaba despejada y los pajaritos cantaban. Por lo tanto, me sentí inclinado a la bondad. Y pude ver claramente que mi hipótesis cínica no era cierta. Mejor dicho, que no debería necesariamente ser cierta. Y como admito la validez del “deber ser”, les mando a todos un cariñoso saludo: “¡Buenos días doctoras/es, licenciadas/os y señoras/es! ¡Que gusto verlos por aquí,,,!

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