sábado, 8 de mayo de 2010

EL LEVITA

“Bajaba un hombre de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de salteadores, que, después de despojarle y golpearle, se fueron dejándole medio muerto.”
Lc. 10, 30

El anciano levita respiraba con dificultad, fatigado por el ascenso. Regresaba a Jerusalén caminando más rápido de lo que su cuerpo toleraba. A sus años y sin un buen descanso. Muy abajo se adivinaba el oasis de Jericó, abrigado tras su bruma de palmeras. Guardaba la esperanza de llegar a tiempo, auxiliar al desconocido si es que aún vivía, si los animales salvajes... El sol del desierto ya volcaba su fuego sobre el polvo rojo del sendero, bordeado de arbustos espinosos y empinado sobre roquedales. “Por este sendero el gran rey David huyó de Absalón su amado hijo que quería tomar su vida. Lloraba con la cabeza cubierta y los pies desnudos mientras Semeí, hijo de Guerá lo insultaba, maldecía y arrojaba piedras. ¡Padre David, que fuiste agradable a Yahveh, guía mis ojos para que encuentre al desconocido!”. El pecho oprimido por el cansancio, la vista quemada cada tanto por gotas de sudor. Después de cruzar un caldeado arroyo seco, el sendero se interna en el desfiladero de Adumim, la “subida de la sangre”, lugar de malhechores. Se detuvo el anciano. Necesitaba recuperar alguna fuerza. Aunque... reconocía el lugar. En un recodo semejante a éste había visto hacía unas horas la sombra de un cuerpo que gemía. De eso hacía... ¿Cuánto tiempo? Por entonces ya caía la luna, pero el cielo aún en tinieblas... ¡Padre del Cielo, que lo encuentre...! Olvidado el cansancio, agachado sobre el polvo rojizo, buscó alguna huella, algún rastro que le permitiera conocer... De pronto, confundido entre la maleza, vio el trozo de túnica, húmedo de sangre y cubierto de polvo. Vencido por una tristeza de muerte, cayó el levita con el rostro en tierra. “¡Yahveh poderoso, tu lo puedes todo...! ¡Tú, que por amor a tu pueblo, el día en que entregaste al amorreo en nuestras manos, escuchaste el ruego de tu siervo Josué y ordenaste al sol y a la luna:

“¡Detente, sol, en Gabaón,
y tú, luna, en el valle de Ayyalón!”

y el sol y la luna te obedecieron... Tú, que eres dueño de la tierra y del cielo y de los días y de las horas... Ordena, Padre, que el tiempo regrese, que pueda vivir ahora lo ya vivido antes, que pueda ahora auxiliar al hermano que me reclamó con su quejido... con aquel quejido... Ordena a las fieras que devuelvan viva la carne que por mi culpa...
El sol, alto en el firmamento, continuó su lento viaje sin pausas. El anciano levita, consumidas ya las lágrimas y el sudor, dormía su último sueño inmóvil. Tendido en el polvo, la mano descarnada aferraba aún el trozo de túnica teñida de negro por la sangre seca del desconocido.



Finalmente, ya amanece. El firmamento comienza a clarear por el lado del desierto. Tal vez la luz del cielo aclare también mis dudas, Yahveh lo permita. Así podría disfrutar de estos jardines y palacios. El sacerdote con quien compartí la última parte del camino parecía muy seguro. Apoyaba sus certezas en las enseñanzas de los Padres: “A los pecadores los persigue la desgracia, los justos son colmados de dicha”. Paga a cada quien según sus obras, y si lo que vimos —o creímos ver — fue un hombre herido, o muerto, o uno embrutecido por el vino, podemos estar seguros de que Yahveh se ocupó de él, para castigarlo o salvarlo, para levantarlo o abatirlo, porque Yahveh es grande, lo ve todo. Él mismo le dijo a su siervo Job desde el seno de la tempestad:

¿Quién encerró el mar con doble puerta
cuando del vientre materno salía borbotando,
cuando le puse una nube por vestido
y del nubarrón hice sus pañales;
cuando le tracé sus linderos
y coloqué puertas y cerrojos?
“¡Llegarás hasta aquí, no más allá —le dije—
aquí se romperá el orgullo de tus olas!”

Era hermoso escuchar al sacerdote cantar la grandeza de Yahveh. Consiguió hacerme olvidar, dudar... ¿había sido un quejido lastimero o el crujir de una rama? Todavía lo tengo en mis oídos, parecía llamarme. Ambos dimos un rodeo para no verlo. Pudo también haber sido un salteador de los que abundan en el camino, era prudente hacerlo. ¿Por qué, entonces, no puedo borrarlo de mi memoria? ¿Qué sutileza de la Ley he transgredido?
No pudo esperar el levita. Empujado por el sordo reproche de su conciencia, con las primeras luces del día retomó el camino hacia Jerusalén.



Tal vez pueda llegar a Jericó antes del amanecer. Es mejor bajar de noche y evitar así el bochorno del sol. No es prudente caminar sin compañía, pero no sé de nadie que deba tomar hoy el camino del desierto. De todas maneras, la noche se presenta fresca y siempre es agradable llegar a la ciudad de las palmeras. El magro y anciano levita dejaba volar su pensamiento mientras bordeaba el monte de los Olivos. Dio una última mirada al Templo como acostumbraba al salir de la ciudad santa, y continuó en dirección a Betania. En su corazón continuaba la disputa de aquella tarde en la sinagoga de los libertos. Hubo hermanos que sostenían que la prescripción más importante de la ley era la de guardar el sábado, otros los refutaron recordándoles que las primeras palabras que pronunció Yahveh desde el trueno y el humo del Sinaí fueron “No habrá para ti otros dioses delante de mí” con lo que los primeros cerraron sus labios. Otros sostenían que el más grande era el expresado en la Semá: “Amarás a Yahveh tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”. Y hasta hubo un alejandrino que no mereció respuesta de los legistas, y que recordó un oscuro precepto perdido entre otros tantos de la Ley: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahveh.” Aquella intervención había provocado algún desorden ya que varios comenzaron a argumentar al mismo tiempo. A pesar de que el de Alejandría prefirió no insistir en defensa de su opinión, en el espíritu del levita flotaba todavía una pregunta que no se atrevió a expresar: ¿Y quién es mi prójimo?.
Había ya avanzado la noche y quedado muy atrás Betania. No faltaba mucho para llegar por fin a la hermosa Jericó. Se acercaba el levita al desfiladero de Adumim. Este era un lugar de peligro por ser frecuentado por malhechores. Convenía estar muy alerta para evitar una sorpresa.

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