martes, 6 de octubre de 2009

EL ESTADIO

Yo ya lo conocía; había estado dos veces en aquel estadio. Durante un tiempo, siendo chico, me gustó el box porque era fácil de entender. Dos hombres se suben a un ring bien iluminado, se pegan con toda su fuerza y uno de ellos tiene que ganarle al otro. Mientras tanto, el público grita, discute y se enoja. Como Diego es algo mayor, me pudo explicar bien como era esa historia. En el box se debe estar muy atento, porque la mayoría de las veces los golpes más fuertes son los que menos se ven y entonces, de improviso, uno de los peleadores cae al suelo y cuando trata de levantarse se vuelve a caer. Diego también me mostró como hay que ponerse en guardia, y qué es un directo y un jab, un gancho y un cross. Pero ahora, ya de grande, el box dejó de interesarme. Felizmente a Diego también, por lo que seguimos saliendo juntos pero para ir al cine o al teatro. Esta vez, después de tantos años, volvimos al estadio para un recital. No era que a mí me gustara en especial aquel cantante, pero cuando Diego me propuso ir, acepté sin dudarlo. El es mi único amigo y además yo sentía curiosidad por el espectáculo. El del escenario (dicen que ahora hechan humo pesado que tapa los pies de los artistas y rayos de luz de todos colores y qué se yo cuántas cosas más) y también por el espectáculo de la gente. Porque la gente (miles de personas) en esos recitales se transforma y también canta, aúlla y baila en los pasillos. Prenden los encendedores y los balancean sobre sus cabezas.
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Cruzar aquellos molinetes, avanzar apretado y arrastrando los pies por el corredor oscuro y subir las gradas empinadas. Dar la cara al hoyo que casi no limita un techo invisible e hipotéticos muros tapizados por gente hacinada y ondulante, por un gentío borroso. Ver un mundo dilatado y hueco, dimensión lejana de oscuridad atravesada por luces irreales, sin rincones ni aristas. Flotar junto a la multitud indiferente, desconocidos que se ignoran, enjambre hipnotizado por la luz, compañeros ineludibles de aventura.
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Visto desde fuera, el edificio no promete misterios. Es una caja cuadrada que ocupa una manzana, más bien chata y sin mayores atractivos. Con Diego conseguimos lo que podrí llamarse un buen lugar, no muy alejado del escenario ni del acceso. Si bien una columna de hierro tres metros más adelante nos estorbaba en algo la visión, eso era un inconveniente menor. Tampoco estaba a excesiva altura, por lo que me tomó de sorpresa aquel mareo. Cerré los ojos y me apreté la frente. Cuando los volví a abrir, pude ver que aquello era algo más que un simple mareo, era algo distinto. Por unos instantes el estadio se quedó en silencio. Después comenzó a crecer un murmullo de alarma, se escuchó un grito de mujer y crujidos metálicos. Cuando miré a Diego lo vi pálido, con los ojos desmesuradamente abiertos, inmóvil y aferrando con ambas manos los brazos de la butaca. No era un simple mareo, no. El estadio realmente se balanceaba, parecía girar, elevarse y caer. Hubo un estrépito de escombros a nuestras espaldas, una nube de polvo espeso que nos ahogó y en medio de un chisporroteo, se apagaron las luces. El griterío ya era general. Siempre pensé que en estas circunstancias es cuando hay que mantener la cabeza fría. En más de una oportunidad me había ufanado de tener una mente analítica. En realidad, me sentía más intrigado que asustado. Una cosa era segura: aunque no conocía otro fenómeno que se le asemejara más, esto (lo que fuese) no parecía ser un terremoto. En Buenos Aires nunca hubo terremotos y por otra parte en el estadio no se produjeron movimientos bruscos, sacudidas ni quebraduras evidentes. Sin embargo, algo se estaba derrumbando con un bramido lento en esa enorme caja, y en medio de la oscuridad comenzaba a crecer el pánico. De pronto cesaron las oscilaciones; a mí me hubiera gustado que también cesara el griterío de la gente, quizá de esa manera se hubieran podido oír los ruidos del exterior: sirenas de bomberos, por ejemplo. Una conmoción tan grande difícilmente podía pasar inadvertida en la ciudad y no iba a demorar demasiado tiempo la llegada de auxilios. Felizmente, ni Diego ni yo sufrimos heridas como les ocurrió a muchos (en medio del pánico se distinguían gritos de dolor y pedidos de ayuda). Por el momento, me preocupaba la oscuridad. Aunque no sentía olor a gas, temía prender mi encendedor. Por fin lo hice, al igual que otros, sólo para entrever el desastre. Nuestra fila de butacas y también la de adelante estaban dislocadas y en completo desorden. Con fastidio noté que mi remera (era la que prefería, regalo de mi último cumpleaños) estaba desgarrada sin remedio. También pude ver hacia mi izquierda a un muchacho pelirrojo que gemía inconsciente en el suelo, la cara cubierta de polvo y sangre y semiaplastado por un bloque de cemento. Las voces que venían de la oscuridad, algunas cercanas, otras del otro extremo del estadio, comenzaron a diferenciarse. Mientras continuaban los quejidos monótonos de los heridos, otros parecían dar órdenes, otros insultaban o llamaban a amigos perdidos en la catástrofe. A nuestras espaldas un hombre con linterna, seguramente acostumbrado a mandar, comenzó a organizar el salvataje. Con voz imperiosa, reclamaba voluntarios para liberar la salida más cercana obstruida por montañas de escombros. Debíamos formar varias filas para pasarlos de mano en mano y encontrar un lugar donde depositarlos. También ordenó economizar la carga de los encendedores. Solo permanecerían prendidos los estrictamente indispensables. Parecía tener lugartenientes que lo llamaban "Julio". Ese hombre me causó una fuerte impresión. En lugar de quejarse, actuaba. Se mantenía sereno en medio de la confusión y sabía organizarnos con autoridad. En la fila me correspondió un lugar entre Diego y una jovencita que no dejaba de lamentarse. El pelirrojo, en cambio, ya no se quejaba. Estaba inmóvil, con los ojos entreabiertos y un hilo de sangre coagulada asomando por la boca y la nariz. Para ese entonces, ya me estaba molestando bastante la actitud irracional de Diego, que no atinaba a adoptar una conducta que por lo menos pudiera considerarse sensata. Lloraba, se retorcía las manos y llamaba a su mamá. De esa manera enlentecía la circulación de los bloques de mampostería en nuestra fila, hecho que nos hizo ganar una ruda recriminación de Julio (las otras tres filas que se habían formado con el mismo propósito eran innegablemente más eficaces) Había otros hechos que comenzaban a irritar al Jefe. A pesar de sus repetidas exhortaciones, muchos se resistían a obedecerle y gritaban pidiendo auxilio como si sus voces pudieran superar el estruendo del derrumbe, o como si alguien pudiera escucharlos o interesarse por ellos. Otros simplemente intentaban eludir la tarea simulando dormir. En un momento dado advertí —e inmediatamente le avisé a Julio— que, lejos de colaborar, en la margen opuesta del estadio se estaba formando un grupo rival que vaya a saber con qué propósitos deliberaba, gesticulaba y se dirigía a nosotros con gritos ininteligibles. Por fin se decidieron a mandar una delegación, un hombre y tres mujeres jóvenes, que pidió parlamentar con nuestro estado mayor. Su jefe se llamaba "Don Rodríguez" y opinaba que no tenía ningún objeto liberar la salida. Tanto él como sus seguidores estaban convencidos de que el estadio se había hundido varios metros bajo tierra; por lo tanto la única salida posible era por el techo. Por otra parte, según ellos, en el techo debía necesariamente estar la parte más débil de la estructura. Estaban planeando apilar escombros en su sector del estadio (la tribuna sudeste) de modo de construir una suerte de escala y reclamaban nuestra ayuda. En opinión de Julio lo que se proponían era un disparate, por lo que nos negamos de plano (yo ya era incluido dentro del grupo de sus lugartenientes) y les exigimos que se trasladen a nuestro sector para colaborar. Enviamos al hombre con el mensaje y conservamos a las tres mujeres como rehenes.
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Las cartas están echadas. Ya sabemos de que lado está cada uno. Llegó el tiempo de la espada, del coraje viril, del honor. "No lloremos como mujeres lo que no supimos defender como hombres". En estas circunstancias sublimes, instancias supremas de la vida, se es o no se es; no preguntemos por lo tanto qué puede hacer el grupo por nosotros sino qué podemos hacer nosotros por el grupo. Todos somos protagonistas. Vivamos plenamente la felicidad de estos momentos, el privilegio de participar en la hora de la verdad donde sólo caben el heroísmo o la traición.
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Debimos organizar guardias, ya que en los días que se sucedieron el grupo sudeste realizó varias incursiones aprovechando la oscuridad. Gracias a la previsión de nuestro Jefe las desbaratamos una a una y tomamos alrededor de veinte prisioneros. Julio nos infundía confianza. Decía que el tiempo jugaba para nosotros, ya que disponíamos de alimento. El buffet del estadio estaba en nuestro sector y no se había interrumpido el abastecimiento de agua. De todos modos hubo que racionar la comida, destinar gente para la vigilancia tanto el depósito de víveres como de los prisioneros y censar al personal propio para evitar deserciones y posibles infiltraciones del enemigo. Para ese entonces comenzaba a preocuparme la escasa disposición de Diego para el esfuerzo. Tanto es así que comencé a dudar de su lealtad. Creí que era mi obligación comentárselo a Julio en una de las reuniones de Estado Mayor (las realizábamos en la parte más alta de lo que quedaba de la tribuna, donde nadie nos podía oír). Julio me escuchó con toda atención, pensó unos instantes y me designó Encargado de Seguridad Interior. Entre mis funciones está no sólo detectar traidores, sino supervisar la vigilancia de los prisioneros. Los destinamos al acarreo de escombros; de ese modo evitamos que al estar inactivos organicen una rebelión. Por otra parte ganamos mano de obra para mantener un ritmo aceptable en ese trabajo que se ha resentido por la necesidad de destinar personal para tareas de seguridad. Julio me explicó como organizar una red de informantes confiable y un sistema eficaz de premios y castigos basado en la provisión más o menos abundante de comida. Se produjeron pocos casos de desobediencia y los pudimos corregir con gran economía de medios, ya que rara vez hubo que apelar al rigor.
Ya han pasado muchos días. Eso puedo asegurarlo, aunque medir el tiempo se hace difícil. Nuestro régimen gobierna sin oposición, es sólido y eficaz. El grupo del sudeste ya no nos molesta y nosotros seguimos cambiando de lugar los escombros. Los sacamos de un lado y los ponemos en otro. Se han dejado de oír quejidos. Hoy quise hablar con Diego. Lo busqué en la oscuridad y nadie me contestó

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