La mancha del techo —seguro humedad, tal vez una teja rota— lo había mantenido ocupado varias horas. Pero eso fue el primer día, la primera mañana. Hasta que pudo reconocer la silueta de Tucumán, o de Santiago del Estero. Al cerrar los ojos reaparecía en negativo. Hubiera querido dormir, pero los ruidos de la sala, o los quejidos del moribundo —lo escondían tras un biombo, en un intento ingenuo de ocultarle el fin que le esperaba— cuando no aquel dolor lacerante y continuo, se lo impedía. A veces conseguía dejarse llevar por los pensamientos, y con eso volar y casi olvidarlo por algún instante, pero entonces la mano fría y profesional de alguno de los médicos lo volvía a traer a esa cama tan impersonal como sus delantales blancos con el dolor intacto. Hurgaban su vientre y hablaban entre ellos. Hablaban de él, nunca con él, y así lo prefería. Se limitaba a esperar y a estudiar la forma oscura del cielorraso. Recorrer sus bordes, situar con la imaginación las ciudades: Concepción, Tafí viejo, San Miguel... era un buen ejercicio. Había viajado mucho en su vida. Siempre solo. Los primeros años, por su trabajo, después de aquello, acorralado por el desamparo, en la búsqueda de algún pretexto para creer en el futuro. En todo caso —creer era una palabra que evitaba— para tener alguna curiosidad por el futuro. Después, ya ni eso. Porque lo único que había encontrado en cada lugar, en cada aventura, en cada mujer, era el odioso recuerdo, el vacío dejado por aquellos dos hijos. Sabía muy bien que lo detestaban, se lo habían hecho saber claramente. Y también por ella. Hubo momentos en que consiguió odiarla, cristalizarla en su memoria con la peor imagen que pudo retener, borrar aquella mirada triste, aquella decepción. Hubiera preferido el desprecio o mejor aún, un odio simétrico al que anhelaba conseguir para apoyar su vida sobre algo que le diera impulso, fuerza. Algo que venciera a los remordimientos.
Casi se sintió agradecido cuando la desagradable enfermera le recordó el sufrimiento físico, cuando éste pudo desplazar a su permanente autocompasión. Por unos instantes consiguió convertirse en una masa animal doliente, implorando por un calmante, o por el sueño, o por la muerte. Con el calmante llegó el sueño. Como desde hacía tiempo, agitado y angustiante. Pero esta vez los monstruos conocidos lo empujaban hacia el vacío, el vacío absoluto, a la nada incomprensible, al terror eterno. Comprendió (con la lógica irracional de los malos sueños) que tampoco la muerte lo liberaría, que permanecería prisionero de un pasado de piedra, que nada ni nadie podría cambiar. Ya despierto, ocultó con las sábanas amargas lágrimas de vergüenza y buscó en sus entrañas. Allí dormía aún el dolor. Si volviera, por lo menos le probaría que seguía vivo.
Sin embargo, no siempre había sido así. Él había conocido (¿hace ya cuánto tiempo?) otra forma de vivir. Había experimentado, —casi no recordaba los rastros de ese sentimiento— el gozo y la dulce ansiedad del amor. La protección discreta de sus padres, la sonrisa confiada de los hijos, la ternura y la pasión de su mujer, de su única mujer, la traicionada, a la que él había humillado con su desprecio, con su estupidez. Y también había tenido amor propio, dignidad, un orgullo sano que le impedía cometer las bajezas en que finalmente cayó.
Entonces, en la sala de cirugía ocurrió algo que nadie pudo advertir. Sin darse apenas cuenta, sin motivo aparente y en una transición incomprensible, el pobre agonizante de la cama cuatro continuó con el discurso preparado con tanto dolor. El mismo que una vez, veinte siglos atrás, no había podido completar. “...Ya no merezco ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros... ¡padre...!
domingo, 21 de junio de 2009
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