Era un escenario enorme. Los actores —poco menos que muñecos inertes—, parecían petrificados. Si se los observaba durante mucho tiempo, se podía ver sin embargo que lenta, imperceptiblemente, sus figuras se iban modificando, decolorando, desgastando en un permanente y parsimonioso derrumbe. Como estatuas de sal sometidas a la erosión del tiempo. La escenografía era, por decir lo mínimo, anárquica. Junto a llamas frías y descoloridas, había comedores antiguos, campos sembrados y arroyos de montaña mudos y lerdos cruzando por cualquier lado. No existía un fondo musical identificable. Esforzando el oído se podría adivinar, o tal vez imaginar, la superposición de innumerables melodías que, como los actores, sufrían discretas mutaciones y fallas en la afinación, para finalmente ir apagándose y desapareciendo. El resultado final era peculiar, un zumbido adormecedor como el producido por miles de músicos preparando sus instrumentos. El público reaccionaba en forma dispar. Aunque todos permanecían inmóviles, había quienes parecían observar fascinados, mientras otros lagrimeaban, o descabezaban un sueño. Debo reconocer que el espectáculo terminó hartándome. Cuando conseguí vencer la modorra, busqué en la oscuridad la salida. Tratando de no despertar a los dormidos ni golpear las rodillas de los demás, seguí las flechas luminosas del piso. Estas me llevaron, después de un corto pasillo sin paredes ni techo, a otra platea. En ésta, los espectadores mostraban un estado de ánimo distinto. Yo diría que el común denominador en todos era una ansiedad que los mantenía inquietos y revolviéndose en sus butacas. Su sufrimiento no era el melancólico y quejumbroso de los del otro teatro. Aquí había impaciencia, preocupación, miedo. Las imágenes del escenario eran irreales. Tal vez creadas por juegos de luces y efectos especiales, se modificaban continuamente siempre dentro de una nube desdibujada y cambiante. Deseoso de encontrarle algún sentido al espectáculo, durante un buen rato traté de identificar escenas, ideas, sentimientos. Me resultó imposible, ya que cuando me parecía encontrar una secuencia coherente dentro de lo que —quería creer— escondía un sentido profundo, la misma se interrumpía en forma abrupta. El todo era tan desconcertante que costaba imaginar la causa por la cual el público se preocupaba tanto. Observando de reojo a mis vecinos advertí un hecho extraño. Cada espectador estaba concentrado en un solo sector del escenario. Si el movimiento de imágenes de ese sector sugería el inicio de una acción, el observador se incorporaba en el asiento, se mordía las uñas y transpiraba como si su vida dependiera de lo que estaba viendo. Cuando la supuesta secuencia se interrumpía en forma inopinada, soltaba una imprecación mascullada y golpeaba fastidiado el brazo de la butaca. Otros, en cambio, gemían de angustia o lloraban aterrorizados. Yo no entiendo mucho de arte escénico, pero estoy seguro de que la cosa no era como para tomársela tan a la tremenda. Finalmente, y ya fastidiado por tanto sinsentido, opté por retirarme de este segundo teatro. Buscaba otra cosa, otro espectáculo. No sabía bien cuál, pero no tenía dudas en cuanto a que no era ninguno de los dos anteriores.
La nueva línea de flechas no se distinguía fácilmente. Aguzando la vista ya algo habituada a las tinieblas, pude por fin encontrarla. Esta vez, al salir tuve que pedir disculpas varias veces. La gente observaba impaciente el caos del escenario y no estaba como para tolerar distracciones por lo que recibí improperios de diverso calibre. Ya fuera de ese mundo de locos, emprendí una marcha por la semioscuridad, tratando de apoyar mis pies en las flechas luminosas. Eran las únicas que me daban seguridad de que allí había un piso. Después de un trayecto que parecía no terminar nunca y cuando ya comenzaba a inquietarme, pude entrever una luz al final de la larga galería. Se trataba de una puerta enorme y muy iluminada de la que colgaba un cartel: “Entrada para artistas”. La abrí, y me encontré en medio de un espectáculo indescriptible. Por lo pronto no había platea alguna. Tampoco un escenario que mereciera ese nombre. Mucha luz, colores vivos. De uno a otro horizonte, ya de día, ya de noche, lenguas de fuego quemando, nieve helada en lo alto de las montañas, mares verdes, azules y negros golpeando las rocas de un acantilado, vientos huracanados en las copas de los árboles. Y había también muchísima gente. Gente viva, viviendo. Trabajadores del puerto descargando mercadería de bodegas gigantescas, verduleros bajando cajones de hortalizas de camiones, mujeres de guardapolvo blanco mirando por microscopios, ladrones asaltando, magnates tramando negociados, madres acariciando a sus hijos... algunos alegres, muchos desalentados, otros sin esperanzas. Coplas y poemas, ayes de dolor, gritos de júbilo. Pasiones, miedos, esperanza, paz. La vida entera hecha espectáculo.
—¡Bienvenido!... te estaba esperando... me dijo.
—¿Quién es usted, señor?
—Justamente. Algunos me llaman “Señor”. Otros Alá, Yahveh, o simplemente Dios. Hasta los hay que me han puesto nombres rebuscados, como “El Gran Arquitecto”, agregó sonriendo. El nombre poco interesa. ¿A vos cómo te gusta llamarme...? —la mirada profunda y su mano apoyada suavemente en mi hombro.
—¿Puedo llamarte Papá?
—Es el nombre que más me gusta. ¿Te gustaría caminar mientras charlamos, m`hijo? —Y comenzamos a pasear entre la gente. Me tomó del brazo. Era... no puedo describirlo. Supongo que cada uno de nosotros lo vería con un rostro distinto.
—Papá... antes de llegar aquí estuve en un teatro muy grande con figuras inmóviles, después en otro con humo, luces, escenas ilusorias... Bueno, Vos lo sabés todo... ¿De qué se trataba?
—...y con gente mirando desde sus butacas ¿no es así?
— Si... los del primer teatro estaban nostalgiosos y los del segundo
asustados... ¿De que se trata todo esto?
— Mirá m´hijo. El primero es el teatro del pasado y el segundo el del futuro.
En ambos, los hombres que eligen estar allí son simples espectadores —lo miré de reojo y entreví una expresión de tristeza en su rostro bondadoso—. No quieren reconocer que la vida está sólo aquí, transcurre en este otro escenario, que es el momento presente, que es este mismo instante. Aquí todos ustedes son actores, para bien o para mal son actores... ¿Leíste el cartel de la entrada? “Entrada para artistas” decía... Lo puse Yo mismo, porque cada uno tiene entre manos una obra de arte, la mejor obra de arte, que es la propia vida. Y esa obra de arte se construye en cada instante. Cada uno de los instantes que te tocará vivir servirá, cada uno dejará su huella, para construir o destruir, para curar o matar. Todo está aquí. Y Yo también.
Me alegré al advertir que ahora Papá parecía entusiasmado. Con un brillo en los ojos continuó:
—Sí... aunque a veces se olvide, Yo estoy aquí. En el pasado dejé de guardia a mi Misericordia y en el futuro a mi Providencia. Pero Yo estoy vivo y por eso quiero estar entre los vivos. Yo estoy aquí y el que quiera verme, me puede ver —dijo, mientras respondía con una sonrisa a varios que al pasar lo saludaban.
El paseo nos llevó un tiempo que no podría medir. Hasta que en un momento, Papá se detuvo, apoyó nuevamente su mano en mi hombro, y me dijo:
—Bueno, m´hijito... y ahora, ¡A vivir! ¡Dame un buen espectáculo! Yo ya te dejé el libreto escrito, familia, amigos. Mires donde mires, si querés verme, me verás...
Se alejó con una sonrisa. A continuación, se metió en el hueco del apuntador y me dio Su aliento guiñándome un ojo y alzando con gran solemnidad ambos pulgares.
jueves, 5 de marzo de 2009
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