viernes, 6 de febrero de 2009

HISTORIAS DE JUAN ORDOÑEZ - ABBÁ - 32

ABBÁ – LA NOVELA


FIN DE FIESTA


“... y se pusieron todos a festejarlo.”

—Marta, decime una cosa ¿Cómo terminó el asunto de aquella novela, ésa de Chiapas? Resulta que tengo que preparar el sermón de la misa del domingo y me vendría bien poner como ejemplo algo conocido. Tengo que hablar de la “identidad” y en aquella novela nadie sabía bien quién era hijo de quién ¿Te acordás? No sé, me pareció que podría pegar, pero no quiero meter la pata.
—O sea que te querés hacer el popular. Está bien. Mirá: de aquella novela ni me hablés. Resulta que Isabel llevaba en un papel la lista de los nombres de todos los personajes, de los lugares, de todo, porque eran nombres complicadísimos, y nos confundíamos. Con decirte que había uno que se llamaba “Popocatépetl” que te parece. Otros estaban llenos de equis en el medio... bueno, el asunto es que ya la lista era difícil de consultar por lo larga, ¿viste? que cuando uno iba a mirarla se perdía la ilación del asunto, por eso yo le decía a la Isabel que había que hacerla a máquina, por orden alfabético, que sé yo. Y tanto fue y vino la lista que al final se perdió. No la pudimos encontrar por ningún lado, mirá vos, y se nos fue la novela al demonio. Cuando la dejamos, la chica podría haber sido hermana del muchacho, pero ahí no lo decían directamente, sino que sé yo, que su padre podría ser “Xancornoatl” por ejemplo, y nosotras nos quedábamos en babia, que vaya a saber quién era el San Corno ése.
—Bueno, no importa. No pongo ningún ejemplo. Pero Marta, “Popocatépetl” es el nombre de un volcán y no el de un indio. Me parece que esa novela no te instruyó demasiado.
Esa iba a ser la última misa que Juan oficiaría como párroco de la Sagrada Familia. Por pedido tanto de Sebastián, que iba a ser el celebrante, como de Ricardo, que con él iba a concelebrar, la homilía le correspondía a Juan.
—Vos tenés que despedirte de tus feligreses como se debe. —Era la orden del obispo que menos le costó obedecer. Desde que supo esto, anotaba en una libreta todas las cosas que no quería dejar de mencionar en esa ocasión. Ideas sobre ideas. Recomendaciones, advertencias, consejos... en definitiva, algo demasiado parecido a un testamento. Juan no se engañaba. Sabía que su intención última era inventarse una forma de permanecer entre su gente. La que lo conocía, lo toleraba y lo cuidaba. Pero que ahora pasaría a ser la familia de Ricardo. Hasta Marta era parte de la herencia. Había pedido permanecer en la parroquia continuando con sus difusas funciones de cocinera, secretaria, asesora de sermones y cable a tierra del nuevo párroco.
—Ahora, en lugar de un hijo viejo y chiquilín, voy a tener uno joven y demasiado serio. Pero me parece que va a ser más fácil alegrar a un chico que hacerle sentar cabeza a un viejo esclerótico. ¿Qué decís vos?
—Que en cualquier momento caigo por la parroquia como obispo con anillo y todo y te hago saltar para arriba por confianzuda. Se han visto cosas más extrañas en este mundo de locos. Y entre paréntesis, probablemente no como obispo, pero preparate que me parece que voy a venir seguido a comer con ustedes. Primero tengo que ver cómo es la comida del seminario. En mis tiempos era más fácil digerir la Summa Theologica que los guisos que se perpetraban en la cocina.
Juan estaba en esos días poseído por una pertinaz excitación. En vano intentaba encontrar algo de serenidad. Sabía que Marta, que lo conocía tan bien, había puesto el dedo en la llaga. Estaba nervioso como chico en noche de Reyes, poniendo pasto y agua para los camellos, no pudiendo dormir atento a sonidos de cascos y roces de sedas, a exóticos perfumes de oriente, a murmullos de voces graves y cascadas que en lenguas intraducibles deliberaban acerca de sus merecimientos y su conducta. Sabía —por lo menos eso era lo que predicaba— que eran momentos para la oración, pero al intentar concentrarse en sus fórmulas, no conseguía más que derivar por rápidos que lo arrastraban en inesperados giros a fugaces remansos donde no se terminaban de acomodar ideas y sentimientos hasta que nuevas corrientes lo arrastraban por cascadas de vértigo. Consiguió finalmente dejar una certeza adherida a su fugaces instantes de lucidez. En estos momentos, más que nunca, era un niño con una única e inagotable riqueza. Estaba en brazos de su Padre que todo lo podía, que todo lo sabía y que lo amaba inmensamente. Un niño con la feliz y despreocupada inconsciencia de los lirios del campo y las aves del cielo.


Finalmente llegó el domingo, nunca tan bien llamado Día del Señor. Como viviendo en un sueño, Juan se disponía a dejar todo, liviano el corazón, para encontrarse con su nueva parroquia de quince muchachos. Hacía tiempo que no tenía oportunidad de estar a solas con Ricardo como en los momentos previos a esa misa. Al igual que Sebastián, lo encontró cambiado. Asentado, más maduro y bastante más espontáneo. Mientras se revestían para la ceremonia, Juan se permitió una prudente indagación. Como al pasar, aunque ambos sabían que esa pregunta significaba bastante más de lo admisible:

—¿Qué tal Ricardo? ¿Todo bien? (¿Todo bien, amigo mío? ¿Estás en paz con el Amor? ¿En paz con vos mismo?) Jamás se permitiría Juan aludir de forma más explícita a aquella confesión de Ricardo. Si éste necesitaba volver sobre el tema, lo haría en cualquier momento, cuando lo creyera oportuno.

—Todo bien, padre —y su amplia sonrisa, casi desconocida por Juan, expresó mucho más que las palabras.
—¿Vos sabés Ricardo? Estuve toda la semana preparando la homilía y como suele pasar con los exámenes importantes, te diría que no recuerdo nada de lo preparado. Pero tengo para vos un sermoncito privado. Más que sermoncito, son dos ideas, nada más. La primera es esta: desechá para siempre de tu vida y de tu predicación la idea de un Dios Padre que amenaza con su poder. De un Dios todopoderoso que utiliza ese poder según su voluntad, que corrige a sus hijos rebeldes con pruebas y dolores purificadores. De un Dios incomprensible. Y fijate que no estoy hablando de teología. Lo más prudente ante lo que se teme, es mantenerse a distancia, ¿no es cierto?. Ojo, que el temor hacia el poder de Dios puede poner límites al amor a Dios. El miedo a Dios es una de las grandes tragedias de la humanidad. Vos tenés cuatro años y Dios es tu papá ¿de acuerdo? La segunda idea es ésta: todo el mundo tiene capacidades y defectos. Nosotros, para destacar que todo nos fue dado los llamamos dones. Está muy bien. Entonces uno dice: reconozco que tengo tal don, pero como soy pecador, no soy fiel con el regalo que me hizo Dios y por lo tanto no lo uso para el bien del prójimo. Ese esquema lo usamos en nuestras confesiones, los llamamos “pecados de omisión” y pensamos que ese reconocimiento es producto de la humildad. Puede ser. Pero ese tipo de análisis desconoce una verdad mucho más profunda y misteriosa: Vos no tenés un don. No tenés dones. Vos sos un don. Vos mismo, con tus virtudes y defectos, con tus pequeñas rayaduras, con tus berrinches, con tus grandes limitaciones y también con tus grandes cualidades, vos sos el don, el regalo que Dios le preparó a esta gente. Y ellos son el regalo que Dios preparó para vos. Dales siempre el regalo de tu tiempo, de tu consejo, de tu persona. Y también escuchalos, dale a Dios la oportunidad de hablarte a través de ellos... Bueno, disculpame la charla y vamos a meterle que el obispo se está poniendo nervioso...


La pequeña capilla estaba colmada, de fieles y de luces. El rumor de conversaciones, movimiento de bancos, corridas y llantos de chicos se apagó súbitamente al ingresar desde la sacristía la pequeña procesión encabezada por el obispo. Juan intentaba concentrarse en la ceremonia, la mente luchando por recordar su inminente sermón, los ojos recorriendo ávidos las filas de bancos, reconociendo gente. En primera fila, erguido en toda su escasa talla, Don Recaredo Vazquez, árbitro jubilado (AFA, divisiones inferiores) junto a su amigo inseparable Roberto Sempere (secretario de actas perpetuo de Junta Parroquial y socio vitalicio de Estudiantes de La Plata) más allá Isabel, Marta y familiares de Ricardo. Bien adelante pero a un costado Rolo Lombardelli y sus muchachos, cerca de ellos Santiago y Hernán, sus vecinos del taller, que por ser la primera vez que entraban en la capilla merecieron un guiño cómplice del cura. Bien atrás, en una compacta masa y sintiéndose un cuerpo extraño entre el resto de los feligreses, el grupo de vecinos de la villa y varios de sus perros, todos imitando disciplinadamente los trabajosos y complicados santiguamientos y genuflexiones del jefe político (Ojeda – conducción) A la izquierda, el peluquero Perotta acompañado por la comisión directiva en pleno de “Unión y Progreso”, mucha gente del barrio, caras familiares aunque anónimas. Juan recorría con la mirada al pequeño rebaño mientras sentía el dolor de una antigua ternura, un cariño hecho de recuerdos y confidencias, un afecto distinto para cada uno de ellos. Compartiendo con cada uno secretas claves, formal con alguno, campechano con otro, serio y reflexivo con otros. En el extremo izquierdo, permanentemente de rodillas y con la cara escondida entre las manos, el juez Reboglio. Juan se detuvo en él y sintió el peso de uno de sus tantos fracasos. La visión del juez lo volvió a la realidad. A partir de entonces y hasta el momento de la homilía, Juan se concentró en las oraciones y lecturas de la misa.
“... porque Dios no nos habla solo con palabras sino también con experiencias de vida, con demostraciones de ternura, con momentos de gracia... (nunca pudo recordar Juan como había comenzado aquel sermón) En lo que a mí respecta, éste es uno de esos momentos. Estar rodeado por gente querida, estar protegido y envuelto por el Amor. Un instante de cielo, esto es el cielo. Sin embargo, tendrán que tolerarme algunas recomendaciones. Desde hace muchos años estamos juntos. Es lógico que por un tiempo nos extrañemos. Pero déjenme alertarlos sobre algo. En la vida de las familias hay una situación clásica. Sirve para inventar bromas y lamentablemente tiene mucho de real. Es la rivalidad entre suegras y nueras o yernos. Entre los curas hay otro clásico. Consiste en que los partidarios del párroco saliente hacen cola para llevarle chismes de la parroquia con críticas hacia el cura nuevo. Así alimentan y dan letra a su resentimiento por estar viejo. Si alguno de ustedes cae en eso, sepa que esa actitud va a provocar un súbito enfriamiento de nuestra amistad. Ricardo es más joven, por supuesto que es distinto, seguramente —Dios lo quiera— va a tener iniciativas diferentes, innovadoras, porque para eso sirve ser joven. Pero además, el padre Ricardo es mi amigo. Así que si hay entre ustedes algún chismoso o chismosa, se muerde la lengua antes que criticarlo delante de mí. ¿Estamos?” (sonrisas y rumor de comentarios)
“... tengan siempre en cuenta que el Evangelio no es un libro de consuelo donde uno se refugia en los momentos de dolor, no es un libro de “autoayuda”, no es una dulce expresión de sabiduría humana. Es infinitamente más que eso. Es nuestra ley. La Ley antigua la recibió Moisés en el monte Sinaí, la nueva la promulgó Cristo en otra montaña, al iniciar su vida pública. Las bienaventuranzas son nuestra ley. El sermón de la montaña no fue dado solo para algunos elegidos con esperanzas de llegar a los altares, sino para todos, para todos, para todos los bautizados. El espíritu de las bienaventuranzas debe ser nuestra carta de presentación. En eso conocerán que somos discípulos de Cristo. El amor recíproco debe ser nuestra verdadera identidad... Todos necesitamos una identidad propia. Ricardo tiene una, yo tengo otra, cada uno tiene la suya...” —en esos momentos, Juan hubiera querido mirar cara a cara a cada uno de los feligreses; lo intentaba recorriendo las filas de bancos cuando una visión lo paralizó. Cerca del fondo de la capilla, hacia la derecha y vestidos con sus mejores e idénticas galas, los mellizos. Idénticos también ellos, ambos vivos y sanos, clonados desde el vientre de su madre. Con júbilo aunque también algo frustrado, descubrió Juan la falsedad de sus teorías. No había intriga policial, el “thriller” se disolvió en la nada. Pero al vuelo recogió la metáfora que se le ofrecía para reemplazar a la novela mexicana.
“...nadie que vea juntos a mis buenos vecinos Don Fernando y Don Alejandro dudará que son hermanos, aunque ambos tengan una personalidad propia. De igual manera, viendo como vivimos, nadie debería dudar que somos cristianos, aunque cada uno sea distinto al otro, unas mujeres y otros varones, unos viejos y otros jóvenes, unos tranquilos y otros nerviosos. Las prácticas de piedad están muy bien, la oración, los retiros espirituales, las novenas, triduos o lo que se les ocurra. Todo eso sirve para cargar las pilas como se acostumbra a decir. Pero eso sí, una pila, aunque esté con toda la carga, solo alumbra si está conectada con otras pilas. Y ustedes, nosotros, solo mostraremos a Cristo, solo seremos Cristo si estamos conectados unos con otros por un amor concreto, por el vínculo del amor, amor al prójimo que es el mismo Espíritu de Dios. El Espíritu que nos hace llamar a Dios Abba! Padre, papá. Y el prójimo es ni más ni menos que el-que-está-a-mi-lado-en-este-momento. Tengan presente que el cristianismo no es una religión esotérica es decir solo para los iniciados. Es en todo caso “exotérica”, pública. El sermón de la montaña fue público, dedicado a todos los que lo quisieron escuchar...”
“...el único cristianismo es el que quema, el único cristiano es el santo, o el que intenta serlo, porque al intentarlo ya lo es. Tengan presente también que no hay cosa más triste, más patética que el cristianismo vivido a medias o entendido como un catálogo ridículo de cábalas mágicas para conseguir que Dios haga mi voluntad. Y recuerden que el que deja un instante el arado para mirar hacia atrás no merece el Reino, la felicidad de Dios ¡El único sentido de nuestro camino es hacia delante! Entonces ¡Sean santos... Carajo...!” —en esos momentos, golpeado por sus propias palabras, masculló unas disculpas. De manera involuntaria miró hacia sus concelebrantes. Ricardo, ruborizado, buscaba desaparecer detrás de sus párpados. Sebastián parecía meditar, una elegante mano ocultando el rostro. Sin embargo sus hombros se sacudían convulsivamente. Al retirar la mano, se secó unas lágrimas.


Ya el obispo y los dos curas habían saludado a los feligreses que uno a uno cumplieron con la obligada ceremonia. Cuando fue el turno del juez Luis Reboglio Juan notó una especial presión en sus manos. Se lo agradeció —y le agradeció a Dios— con una leve sonrisa. No encontró una forma que siendo discreta pudiera ser más explícita. Pero podía estar seguro de que rezaría por él. Y de que volverían a conversar. El sol del mediodía otoñal acompañó a los curas mientras se dirigían a la casa parroquial.
... “y teniendo en cuenta sus nuevas funciones en el seminario, padre Juan, no dudo que la diócesis contará en el futuro con una camada de sacerdotes que revolucionarán con sus sermones... Creo poder asegurar que usted nunca será rozado por la sospecha de tener una desmedida afición por los matices. ¡A eso llamo yo vehemencia!” Como siempre que empleaba sus humoradas de salón, el obispo no lo tuteaba. Juan suspiró aliviado. Sabía que en boca de un diplomático, eso era una especie de elogio.



FIN DE LA NOVELA “ABBÁ”

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