El teléfono era negro, viejo y opaco. Cuando una tarde lo trajo Laura y lo dejó sobre el escritorio, con un tono ligeramente desafiante le preguntó: Y éste, que tal? Es que estaba continuando la vieja discusión. En las antigüedades ella apreciaba la elegancia, pureza y armonía de líneas, mientras que Guillermo —es probable que apoyándose más en sus carencias que en sus cualidades— quería encontrar en estos objetos un espíritu, un calor de emociones humanas que —decía Laura— solo existían en su imaginación. Este teléfono era un buen ejemplo. Ella lo veía simplemente feo. El, sin entender bien por qué razón, lo encontraba cargado de sentido.
—Todavía no sé... dejámelo ver, —le dijo.
Era uno de esos altos, con la bocina y la orquilla plateadas y el tubo del auricular con forma de campana. En su base redonda tenía una cachadura de bordes irregulares que alguien había tratado de disimular con esmalte. Después de frotarlo con una franela comprobó que no había mejorado demasiado su modesto aspecto de teléfono común de los '40. Para hablar había que tomarlo con las dos manos o resignarse a estirar el cuello y acercar la boca a la bocina. En las películas de aquel tiempo se solían mostrar esos blancos y chatos para usar con una sola mano, pero sólo en las películas. Lo puso en su escritorio y trató de seguir con su trabajo. El libro mayor de Don Vicente no podía esperar.
Después de repetidos errores y correcciones en el famoso libro, se resignó a aceptar que no estaba en un buen día, por lo menos para concentrarse en ese tedioso trabajo. Ese Don Vicente era un viejo insufrible y si le llevaba la contabilidad de su mercadito de morondanga era porque necesitaba esos pocos pesos. Cada tanto se sorprendía atraído por el teléfono. Uno como aquel tenían en el taller. Antes de decidirse a dar su ingreso para la Facultad había pasado varios años trabajando con el viejo, aprendiendo a conocer el humor de los motores, pero sobre todo aprendiendo a adivinar el de su padre. De su madre no guardaba recuerdos. Había muerto sin dejarle más que una imagen de foto descolorida. Sonrió al recordar al viejo, grandote y rubio llegando al taller a media mañana, en su bicicleta y con la boina encasquetada, el saludo distraído y su inmediato concentrarse en el trabajo hablando entre dientes, metido todavía en la discusión de anoche en el sindicato. Muchas veces, desde el refugio de la fosa, Guillermo había tratado de descubrir en el murmullo del viejo el tema de la polémica, pero no pasaba de identificar palabras sueltas y sin sentido. Era un hombre de acción el viejo. Le decían "el polaco" en el sindicato, tal vez por su pelo claro y ralo o por su corpulencia, pero de polaco no tenía nada. Hijo de tanos peleadores y anarquistas, corridos por la política hasta este rincón del mundo. Pero la injusticia no tiene patria, decía el viejo. Así que desde que empezó a trabajar de mecánico —el que no trabaja no tiene derecho a hablar, decía— ese grandote buenazo y de pocas palabras tuvo que aprender a convencer, discutir, a hablar en público y hasta a veces, a escaparle a la policía. El teléfono estaba en una repisita, la guía sucia y descolada a su lado. El viejo siempre protestaba porque el Negro (era su brazo derecho en el taller y el que le enseñaba el oficio a Guillermo) hablaba demasiado tiempo o lo tomaba con las manos engrasadas. Había puesto un trapo sobre la guía de modo de cubrirse las manos al tomar el tubo. Esa consigna del taller había sido motivo de bromas y conflictos entre el polaco (en esos momentos era La Patronal) y sus dos obreros.
Guillermo se descubrió sonriendo con tristeza, el corazón atrapado por la nostalgia. Es que nunca había podido hablar con su viejo, por lo menos de las cosas que hubiera debido hablar. Recién ingresado Guillermo en la Facultad, cuando todavía tenía cosquilleando en sus manos la memoria de las herramientas, el viejo había quedado muerto en el piso del taller ante el aterrorizado Negro que solo atinó a cubrirlo con una campera, pedir auxilio a los gritos y llamar por teléfono al hospital (con sus manos engrasadas, seguro que sin usar el famoso trapo). El polaco muerto sin despedirse y hablando solo. Guillermo se había enterado varias horas más tarde, al volver de la facultad. Los del sindicato le habían organizado el velorio en su localcito. Ese muerto casi les pertenecía. Lo habían puesto en posición de firmes en el cajón porque no lo querían ver con las manos cruzadas, sus compañeros de comisión montando guardia como soldados que custodian su bandera.
Buscando eludir el ensueño inútil Guillermo examinó, distraído, el viejo teléfono. Había quedado limpio y suave, aunque seguía opaco y con su cachadura en la base. Pensó que ese defecto debía tener solución, aunque quizá no conviniera borrarle una cicatriz que lo hacía auténtico. Viejo sin disimulos. Viejo y a mucha honra. Con la dignidad que es la única riqueza de un trabajador como el polaco. Tomó el auricular y lo llevó al oído. Estaba seguro de que esos movimientos eran los de su memoria. Y así debió ser porque escuchó sin gran sobresalto la voz de la operadora:
—¿Número...?
Guillermo contuvo la respiración como tratando de ocultarse de la mujer de ultratumba.
—¿Número por favor...? —repitió el fantasma del pasado— y esta vez, casi siguiendo la secuencia obligada, pudo articular Guillermo con un hilo de voz ahogada el número del taller:
—"Adrogué 0421..."
—¿Me repite el número...?
Aclaró la garganta, y esta vez no titubeó:
—Adrogué 0421, señorita por favor".
Mientras oía como sonaba la campanilla, Guillermo buscó, sin poder eludir el reflejo de hombre razonable, un cable que conectara al viejo aparato con algo... Y es claro, no existía tal cable como por otra parte tampoco existían ya ni las operadoras, ni una central con ese nombre. Cuando atendieron del otro lado (¿otro lado?) el corazón de Guillermo se detuvo un instante. La voz familiar —nunca hubiera creído que después de ese montón de años siguiera siendo tan familiar— dijo el obligado:
—Hola...
—¿Está el polaco...?
— El habla. ¿Quién es?...
Era su voz. Aunque Guillermo no la recordaba tan joven, tan segura.
—¿Hablo con el taller del polaco...?
—Sí, señor, él habla. ¿Que necesita...?
Sumergida en el silencio hueco del tiempo se destacaba su voz; y no era sólo su
voz. Se oía también el ronroneo inconfundible de un V8 y un murmullo confuso de conversación, mezclado con el sonido de alguna radio... Si hasta le llegó a Guillermo el perfume a nafta y a madreselvas del viejo taller, el calorcito de aquellos mates de mañanas frías y de sus propias confidencias al Negro, especie de hermano mayor de un adolescente enamorado.
—¿Papá...? —atinó a decir.
—¿Quién habla? —La voz del polaco sonaba algo irritada.
—No papá, no cuelgues. Te parecerá increíble... me parece a mí... Es increíble papá, pero es cierto. Soy yo papá... soy Guillermo y creo que te estoy hablando desde el futuro, es decir desde tu futuro...
Lo interrumpió un dolor en el pecho. No vivía en el futuro del polaco, él había muerto trabajando, hablando solo, discutiendo con sus compañeros de pelea, queriendo cambiar el mundo, o quizá cambiándolo sin querer. Hubo un largo silencio. Seguían escuchándose los ruidos del taller y la respiración agitada del padre. En estos momentos está pensando. Cuando está desconcertado siempre se toma, se tomaba, un momento antes de hablar. Seguramente esto no le suena como una broma, quien va a hacer una broma así...
—¿ Papá...?
—¿En serio sos vos Guillermo...? ¿Y es cierto que me hablás desde el futuro...? ¿Cuántos años tenés ahora, nene...?
—Tengo 51 años, papá... (casi cometo la crueldad de decirte: "Cinco años más que vos cuando me dejaste solo, cuando te moriste pensando en tus compañeros y en tu famosa justicia..." Perdoname; recién al oír tu voz sentí el rencor por el abandono) Volvió el silencio, pero no colgó. El polaco reflexionaba.
—¿En serio sos vos...?
—Sí papá...
—Bueno... ¿y para qué me llamás...? Es decir... ¿Qué fue de tu vida...? ¿Te casaste...? Disculpame nene, pero no sé de qué podemos hablar... Vos te darás cuenta de que estás demasiado lejos..., En el tiempo, digo. Porque hace media hora te dejé durmiendo allá en casa, en tu pieza... ¿Sabés? desde hace... desde hace dos meses comenzaste la facultad... ¿Y vos sabés lo orgulloso que me tenés? ¡Si te vieran tus abuelos...! ¿Te recibiste? ¿Te gusta tu carrera? Decime eso solo, nene... No me contés mucho más porque... No sé... Tengo que pensar...
—Si, papá. Me recibí, me gusta mi carrera, me casé y tenés dos nietos preciosos, buenos y trabajadores... (sabía que esos valores eran los que apreciaba. Y después de todo no era mentira, aunque también había otros problemas... Pero el polaco tenía ya muchas cosas en la cabeza...)
—¿Sabés, nene? Desde que inventaron la radio y ahora que en Norteamérica hay televisión... qué se yo, no me parece imposible que dentro de... ¿cuánto dijiste?... dentro de 30 años. porque ahora tenés 21, ¿sabés?, que dentro de 30 años se invente algo para hablar con el pasado... ¿Por qué no? Aunque viéndolo bien, no sé para qué les puede servir... Porque digo yo... ¿No tiene problemas la gente de tu tiempo...? O es que sí los tienen y renunciaron a solucionarlos... —el polaco comenzaba a irritarse— Porque, escuchame, nene. Si vos me buscaste en esta época, es porque ya no estoy en la tuya... en la tuya ya estoy muerto... ¿Y el presente no cuenta? ¿No cuenta el tuyo, que querés volver a la juventud...? ¿Es que se acabó la injusticia, terminó el dolor de tu gente? ¿En tu tiempo ya son todos felices, se acabaron las guerras...? Y mi presente... ¿Qué me podés decir de útil...? ¿Que dentro de 30 años ya voy a estar muerto? Si querés que te lo diga, ya lo sospechaba, pero no es nada alentador, Guillermo... Aunque me alegra saber que por lo menos vos, el que está durmiendo en casa, tiene un futuro... ¿Me estás escuchando...?
—Sí papá, pero ¿sabés...? En realidad fue un accidente, salió así...no lo hice a propósito.
—Bueno, está bien Guillermo... no creas que me enojé, pero sucede que estamos en medio de un conflicto... Echaron a 5 compañeros en Córdoba y tenemos que estar preparados... Y, que joder, se me ocurre que visto esto dentro de 30 años parecerá una pavada... un entretenimiento inútil... que mi vida... que la vida de todos es una trivialidad, una agitación sin sentido... ¿Y a que nos llevaría eso, eh? Disculpame querido, pero ese invento me parece una tremenda insensatez. Mirá, ya que no te lo pude decir cuando eras chico te lo digo ahora que sos mayor que yo. Ocupate de tu gente, de tu tiempo, de tus vecinos. Yo me ocuparé de los míos. Y estoy seguro que todo esto tiene que tener un sentido, ¡que no somos hormigas, que joder... ¡
Me quedé pensando. Mi viejo había sido un gran tipo después de todo.
—Bueno, papá. Tenés toda la razón del mundo. Decime una cosa: el teléfono que estás usando ¿no tiene una cachadura en la base que medio tiene la forma de África?
—¡Mirá que se te ocurre cada cosa...! Esperá. Sí, es cierto... parece el África acostada...
— Bueno, viejo. Te mando un gran abrazo y fuerza con tu huelga o lo que sea que
resuelvan. Tenés razón, viejo. Lo que importan son tus cinco compañeros cordobeses.
— Chau, nene. ¡Y no me digas viejo, que soy tu padre, carajo!.
— Es cierto. Adiós, papá.
Guillermo colgó el tubo sabiendo que ésta era la despedida. Que quizá debió
decirle "Hasta pronto" pero que al polaco, y con toda razón, eso le iba a sonar sensiblero. Volvió a concentrarse en el libro mayor del mercadito. Don Vicente le había dejado la contabilidad en sus manos. Le tenía confianza, Don Vicente. Con una sonrisa, acarició la cachadura con la forma del África del viejo teléfono negro. Sabía que nunca la iba a arreglar. Esa era su propia cachadura.
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