ABBÁ – LA NOVELA
TRISTEZAS DE UN PAPÁ
“Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una gran hambre en aquella comarca...”
Papá escribe en su escritorio. De espaldas a la puerta de entrada como prefiere, según dijo, para que no lo distraigan. Yo quiero acercarme, estar con él, que me explique qué significan esos papeles tan importantes. Pero papá está muy ocupado, no debo molestarlo, ya soy grande y debería estar con mis amigos jugando afuera, porque papá trabaja. Pero yo no quiero estar afuera, quiero estar allí. Respiro muy suave, papá ni se dará cuenta, seguro que no lo voy a molestar. A mí me gusta mirarlo. De tanto en tanto, papá deja la lapicera, consulta un libro negro que tiene abierto sobre la mesa y vuelve a escribir algo. Aquel chico, ¿cómo se llamaba...? sentado en el suelo... en un rincón. Esperando algo y no sabe qué. Ya no llorará. Quizá haya podido dejar que el frío le congele el corazón, quizá ya no sienta. El padre sin alma, la madre con el alma rota. Los demás... no contamos. No servimos de nada, cuando debimos hablarle no lo vimos, no estábamos. El se quedó solo. Desolado, sin padre y sin Dios. ¿No serán ellos los que tienen razón? Los fuertes, los soberbios, los alegres... Si abro los ojos, me ciega el vacío de la oscuridad de mi pieza y de mi soledad. Entonces los cierro, me encierro en mis ilusiones. Y así voy durando. Cada cual atienda su juego. Tal vez sea cierto, existe lo absoluto. Pero lo que existe - no existe, es la nada absoluta, el vacío absoluto, la sinrazón absoluta. Y nunca lo sabré, me disolveré sin dejar rastros. Mientras lo miro trabajar se me duerme una pierna, debo apoyarme en la otra sin que cruja el piso para que papá no note que lo estoy mirando. Una vez que me descubrió, me subió sobre sus rodillas y me contó algo que no recuerdo, porque yo le miraba el pelo, los ojos marrones de cejas gruesas, la venita de la frente, la boca que quería sonreír. Papá no se enojó porque lo interrumpí, pero me parece que se ponía triste a medida que hablaba. Esa fue la herencia que me dejó. A su tristeza le agregué la mía y la de Isabel. Y el olvido de Benjamín, una tristeza ignorada. Cada uno conviviendo con su nada, buscando alguna ilusión para llenar la nada del reloj y el almanaque, ilusiones de televisión, de empresas o de altares. Quedate en tu celda. Consolate, estamos igual, prisioneros de la ilusión de la vida, de este insomnio lleno de lucidez, del vértigo de la nada. Del absoluto vacío. ¿Y sabés, chico sin nombre? Lo que me parece absurdo no es eso. Es que él ya no esté en ningún lado. Que su tristeza no haya sido consolada. Porque ¿sabés chico sin nombre, helado en tu celda? A vos te lo puedo decir. Total, también esto es una ilusión. Yo lo quería. Lo quería mucho y no pude hacer nada. Ni llorarlo pude. Una vez nos llevó al zoológico. Me acuerdo que había sol y que él estaba contento. A mí me apoyaba a veces la mano en el hombro, a Benjamín lo llevaba a caballito, porque era casi un bebé. Isabel le hablaba, siempre hablaba mucho, le contaba del colegio, de lo que había aprendido, de su maestra. No me acuerdo. Pero sí me acuerdo que papá estaba contento y que hacía chistes, y que había sol. Después... yo quise consolarlo. Tarde, como sucede todo. Toda aquella noche estuve a su lado. Él y yo en silencio. Yo pensándolo, para estar algo más cerca, otra ilusión. Después lo cargué y lo acompañé hasta aquel pozo, y le tiré una flor y un puñado de tierra. Eso fue todo lo que hice por él. Hubo otra vez en que quise de verdad. Fue otra ilusión y se llamaba Magdalena. A él nunca le dije “te quiero”. A ella sí, pero también le dije que lo olvidara. Que yo había dado mi palabra, y que creía en mi palabra. ¿Falso orgullo? Puede ser, chico sin nombre. Pero es algo mío, si vos querés un capricho. Puede ser. Pero quise seguir mereciendo creer. Creer en lo máximo, a lo mejor en la ilusión máxima, pero que si no fuera sólo una ilusión, salvaba todo. A él, a mí, a mi pobre madre. Y a vos también. De los animales, me acuerdo del tigre. Los leones estaban muy lejos y dormidos. A él le gustaba el tigre, se paseaba de un lado al otro, parecía enojado en su jaula, detrás de esos barrotes. Él era el rey y no el león. El león siempre duerme, y si está dormido no puede ser el rey porque no le sirve a nadie. A Benjamín le dio un poco de miedo el tigre. A él le gustaron los monos porque era un bebé y los monos jugaban y comían las bananas como los hombres. Papá tenía una venita en un costado de la frente que iba de arriba abajo y se le veía cuando estaba preocupado. Entonces, si yo me acercaba, quería sonreír y me acariciaba la cabeza para que yo no me asustara. Yo también sonreía porque pensaba: “Si me ve sonreír se va a poner contento y no va a estar más preocupado”. Yo pude llegar a viejo, él ni eso. Vos dirás viejo y fracasado. Y ¿sabés que te contesto? Nada. No te contesto nada, porque estoy pensando. ¿Qué te va a dejar, qué te dejó tu padre? Me parece que ni siquiera un recuerdo bueno, uno que te haga llorar de tristeza y no de miedo. Porque, ¿sabés, chico sin nombre? La tristeza está muy cerca de la alegría. Es así. Yo a ella, a la otra ilusión, la recuerdo con tristeza y al mismo tiempo con alegría. No se bien por qué es así, pero los sentimientos son difíciles de explicar, ¿no es cierto...?
Juan despertó a la hora de costumbre. No pudo saber si había estado pensando despierto y afiebrado o si dormido podía pensar mejor. Pero algo había pasado cuando dejó de pensar o quizá de soñar. Se sorprendió. Lo que había pasado, sea lo que fuera, había sido bueno. Sin saber la causa, encontró una sonrisa en su cara y su almohada mojada por las lágrimas.
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