ABBÁ – LA NOVELA
SER JUEZ
“Cuando se lo había gastado todo, sobrevino una gran hambre en aquella comarca y comenzó a padecer necesidad. Se fue a servir a casa de un hombre del país, que le mandó a sus tierras a cuidar cerdos. Gustosamente hubiera llenado su estómago con las algarrobas que comían los cerdos pero nadie se las daba. Entonces, reflexionando, dijo: “¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra mientras que yo aquí me muero de hambre! Me pondré en camino, volveré a casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros.”
Esta vez la presencia de Juan en la catedral no se debió a convocatoria alguna del obispo. Por lo menos, no totalmente. Debía participar en la ceremonia de ordenación de Ricardo. El obispo era el oficiante. El cura de su parroquia de origen, uno de sus profesores del seminario y Juan, los concelebrantes. Junto con el secretario de actas vitalicio de junta parroquial y algunos otros feligreses que no querían perderse la ceremonia, se presentó puntualmente a la hora convenida. No era el tema de la convocatoria un motivo de especial alegría para él. La conducta del seminarista durante su paso por la Sagrada Familia había sido inobjetable y su doctrina en absoluta sintonía con la oficial de la iglesia sin matizarla con sutiles modificaciones —muchos de los jóvenes se creen en la obligación de introducirle alguna impronta novedosa— Pero todo eso tenía en cuenta solo su actitud hacia los feligreses. En cuanto a él mismo... nunca Juan pudo llegar a tenerle afecto. Sin embargo, él se conocía. Sabía que no le costaba simpatizar con la gente, era simple, sincero, delicado en el trato. Claro que tenía defectos, pero no de los que dificultan acercarse al prójimo. Solo necesitaba ser tratado con una actitud abierta, sin esas formalidades que solo ocultan reservas y prevenciones. Ricardo siempre había sido con él respetuoso. Quizá demasiado. Las pequeñas bromas que Juan hacía ocasionalmente buscando mostrarle un camino de acercamiento, habían merecido solo su sonrisa educada, ninguna correspondencia. Y no se trataba de una imposibilidad de su carácter. A pesar de su exterior tan poco atractivo, el curita se había ganado a los jóvenes de la parroquia, que lo tenían como confidente de sus dificultades. Por otra parte, estaba aquella falta de lealtad... Pero no quería pensar en eso. No hoy. Debía tratar de perdonar aunque hubiera preferido aclarar las cosas cara a cara. En todo caso, la indiferencia era un pago suficiente.
Además existían cosas mucho más importantes. La noche anterior, Marta le había contado con grandes aspavientos y bajando la voz al nivel de susurro de confesionario, una novedad que era la comidilla del barrio. Nada menos que el hijo del juez Reboglio, la personalidad más destacada de la zona, estaba detenido y acusado por tenencia de drogas. Éste era uno de los muchachos que se reunían semanalmente en la parroquia para jugar al fútbol y arreglar el mundo. De alrededor de 16 años, parecía un chico alegre, inteligente y extrovertido al que nadie supondría tentado de caer en esa trampa. En una oportunidad Ricardo se había referido a él sin economizar elogios. Marta le contó también a Juan que el juez era un católico de comunión diaria y de conducta intachable —eso lo deberías saber vos, Chiche, perdoname que te lo diga— No se le conocían amigos, pero quizá esa era la cruz que debía llevar un juez incorruptible. De su esposa, nadie sabía nada. Juan se propuso visitarlo en la primera oportunidad. Sentía que la parroquia estaba en deuda con esa familia.
En la ceremonia de ordenación, Juan se sorprendió varias veces distraído, tratando de identificar a los fieles, como en un juego. Esa de la primera fila, era seguramente la madre. Una versión en femenino de Ricardo. También alta, de esqueleto más grande que el cuerpo, también de piedad geométrica y ostentosos ademanes. Hacia el fondo del templo, la figura discreta del Gordo, su flamante amigo y confesor, agregado al grupito de gente de su parroquia. Y por supuesto, muchos desconocidos. Juan usó de sus prejuicios para caracterizarlos. Tanto los muy formales como los muy fuera de lugar, debían ser parientes. Los de amplias y combadas persignaciones, por similitud gestual, los otros, incómodos en el encierro del templo oloroso a incienso, porque era evidente que estaban cumpliendo con una obligación familiar. Mientras tanto... aquel chico en la cárcel. ¿Pensaría en él Ricardo? O quizá su juiciosa, teológica y clerical cabeza estaría totalmente colmada de sí mismo, de su flamante “dignidad”. ¿Tendría conciencia de que no lo había ayudado en nada, de que ni siquiera lo había visto tal como era realmente, que se había dejado engañar por su brillo vacío, por su ingenua petulancia de adolescente? Trató de imaginar la vergüenza, el dolor y la soledad del chico, en alguna celda sórdida, con frío, sobre todo con miedo... miedo de hablar, de moverse, de llamar la atención. Con miedo a su padre, a las opiniones de una sociedad que se estaría regodeando al ver al hijo del juez sufriendo la humillación de la cárcel. Con el miedo a la vida que lo había llevado a la droga. (“Dios mío, ¿por qué me has abandonado...?”) Y yo, en definitiva, ¿qué hice por él?
El frente de la casa parecía haber sido pensado como para preparar el ánimo del visitante. Frío y gris. Plano como una coraza, dividiendo netamente el adentro del afuera. Un jardincito convencional separado de la acera por rejas altas y negras. Y ningún color, como advertencia de severidad. Era muy posible, pensó Juan, que ese frente haya cambiado sutilmente en las últimas horas, agregando tal vez a todo esto una pátina de tristeza y desconcierto, al menos un sentimiento humano.
El timbre sonó lejano. Juan se había anunciado por teléfono. Contestó su llamado la voz imperativa y apremiante del mismo juez, que lo citó para esa hora, después de —aparentemente— consultar una agenda. Una señora menuda abrió la puerta oscura y pesada y se presentó como la esposa del juez Reboglio. Al hacerlo, parecía avergonzada. Lo hizo pasar a un saloncito austero, oscuro y con olor a encierro, de esos usados solo para visitas de extraños, probablemente las únicas que recibían, y se retiró en silencio. Colgaban de las paredes —amarillento empapelado a rayas de color incierto— algunos cuadros anodinos, que hacía años nadie miraba. Juan quedó solo en la penumbra silenciosa, incómodo en la silla antigua tapizada en cuero, tan poco amigable como el resto de los muebles, las paredes, el empapelado, los cuadros, el jardín y la verja.
Después de unos minutos durante los cuales Juan rezó con la mente en blanco, hizo su aparición silenciosa el juez en lo penal de primera instancia, Dr. Luis Reboglio. No le era una cara desconocida. Muchas veces al cruzarse con él en la capilla, el seco saludo del feligrés de corbata y traje oscuro había desalentado el diálogo. Pero lo que ignoraba Juan era que ese hombre silencioso, de facciones severas y herméticas era el padre de aquel muchacho bromista y popular entre sus compañeros. Misterios de la genética, o mejor, sólo misterio. Uno más. El juez Reboglio era en sí mismo un misterio. Misterio replegado en sí mismo, a diferencia del común de los mortales, misterios que tratan de mostrarse. Era alto y enjuto, de facciones secas, lisas y pálidas, ojos claros y mirada hueca.
Juan se puso de pie. No pudo evitar la sensación de estar siendo acusado de algo, examinado por esos ojos fríos, entrenados para juzgar al prójimo. Costó encontrar un modo de iniciar la conversación y el juez no hizo nada para facilitar las cosas. Usando circunloquios y eufemismos —“el problema”, “las presentes circunstancias”, “la situación”— Juan trató de ofrecer al juez, al chico y si cabía al resto de la familia (¿habría otros hijos?) toda la ayuda que estuviera en sus manos. En realidad, no tenía en claro cual podría ser esa ayuda, pero le constaba que esos ingenuos ofrecimientos solían ser bien recibidos. Como una forma, tal vez la única posible en esos momentos, de demostrar solidaridad. Las facciones inexpresivas del juez no permitieron a Juan conocer cual era el espíritu conque recibía sus palabras. Permanecía inmóvil y erguido en su silla, diciendo solo lo obligado por las buenas maneras. Su cara en la oscuridad. El difícil monólogo de Juan fue en un momento interrumpido por la mujer del juez. Traía en una bandeja dos tazas de café y una azucarera. Tanto su actitud, como la de su marido hacia ella, eran indistinguibles de las de un patrón con la empleada doméstica. Juan optó finalmente, agotadas las manifestaciones de apoyo y de condolencia, por dejar flotando el silencio entre ambos. Pareció que esto devolvía la normalidad a la sala. Después de unos minutos, habló el juez. Que aparentemente, nunca dejaba de serlo. No, no se lo podía visitar ya que estaba incomunicado. No, muchas gracias, no necesita nada. La juventud actual necesita correctivos. Si el chico estaba donde estaba, era únicamente por su conducta y porque se lo había ganado. Un rencor sordo y vestido con la mayor corrección parecía exhibirse con orgullo. La justicia humana, ciega, desapasionada, incorruptible y monstruosa en su más perfecta expresión.
Volvió Juan arrastrando la aridez de su encuentro con el padre que negaba serlo. Que elegía quedar fuera de todo para ser el juez perfecto. Fuera del delito a juzgar, del hijo y de la vida. Que prefería la altura para tener perspectiva y evaluar la conducta de las criaturas humanas como la de las hormigas. El inmortal que no mira el cielo desde abajo sino que desde el cielo mira la tierra de los hombres. Que está solo como el dios de los ateos. Un hombre sin compasión. Un buen hombre, pero de ninguna manera, y a despecho de sus piedades, un cristiano. Entró en la capilla y se sentó en un rincón del fondo. Intentó dialogar con el Padre. Otra vez pareció ser un monólogo, aunque Juan confiaba, quería confiar, que no lo era.
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