Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar, cerca de la heredad que Jacob dio a su hijo José.... Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dice: “Dame de beber””
Juan 4, 5 ; 7
Pasó un largo rato tratando de ordenar sus ideas. Cuando finalmente identificó qué era lo que parecía estar fuera de lugar consiguió serenarse. Sin dudas se trataba de una tormenta, de algún fenómeno perfectamente natural y explicable que hacía que los sonidos de la calle no coincidieran con la cerrada oscuridad del cuarto. No le sorprendían los acentos extraños, ya que la Pascua atraía gente de todas partes a Jerusalén, pero sí la turbación de sus voces temerosas. Encendió la lámpara. Podría asegurar que ya estaba cercana la hora sexta y sin embargo todo estaba en tinieblas. En el fogón quedaban carbones encendidos y había agua de la cisterna en una vasija por lo que no necesitó salir. Comió con desgano sentada en la estera. Se sentía cansada. Esta era la época el año donde era mayor el trabajo. Muchos de esos hombres piadosos pasaban por su cuarto antes de visitar el famoso templo. En cuanto a ella, no le importaban las humillaciones mientras pagaran. Eran hombres, hombres como todos y los conocía muy bien. Los peores eran los que servían en el templo y los fariseos, pero eran buenos clientes. La despreciaban por meretriz, por samaritana, pero sobre todo porque la necesitaban. La odiaban porque ella les hacía ver lo que realmente eran aunque, es claro, manipulando las Escrituras que tanto conocían, finalmente encontraban razones, complicadas razones que los justificaban. A ellos, nunca a la ramera. Sólo su primer marido la había tratado con algo de gentileza durante una época, aunque después... De los otros, ni valía la pena acordarse, campesinos brutales y ordinarios. Ella había sido una joven de gran belleza. La más hermosa de toda Sicar, allá en el norte, pero de eso ya hacía demasiado. Puso un poco de orden en el cuarto y se asomó a la puerta. Afuera sólo había sombras que se movían agitadas. Algún relámpago dejaba adivinar la silueta de la torre Antonia y la opulencia de la orgullosa Jerusalén. La ramera de extramuros se encogió de hombros y se tendió nuevamente en el lecho. Allí estaba cuando sintió que Yavéh sacudía las columnas de la tierra. Esperó sin miedo, también sin mucha esperanza. Desde hacía tiempo vivía ajena a su propia vida, repitiendo costumbres que ya no recordaba cómo habían nacido. Podría ser un buen final morir aplastada por el techo y pasar a una oscuridad más completa. Sin motivo recordó al profeta que una vez la había abrasado con la mirada... pero todo eso estaba muy lejano. Cerró los ojos y esperó indiferente, acunada por el cataclismo. En el sueño tenía una piedra de sal en la garganta. Sacaba agua del pozo, pero aunque bebía a grandes tragos la sed no se calmaba. Era agua caliente y sucia, amarga como las lágrimas. El profeta la miraba con aquella mirada de fuego mientras le ofrecía su copa, limpia y llena de agua fresca. Ella quería tomarla, pero una angustia de muerte le impedía mover los brazos. El soldado interrumpió el desasosiego de su ensueño. La tierra estaba quieta, su choza seguía en pié y en el hueco de la puerta flotaba una claridad de crepúsculo.
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Era sólo un jovencito. Cuando dejó su armadura de lado, lo vio como lo que era, un adolescente temeroso privado de sus amores. Como a un muchacho crecido de forma inesperada, incómodo en su propia piel y en su rol de hombre. Los soldados del procurador no la atemorizaban. Solían buscar en ella a la mujer y su ternura, más que a la amante. Muchos de ellos, en la intimidad de este pequeño y sucio cuarto, en este lejano, sucio y pequeño país, habían llorado su destierro sin disimulo. Este muchacho, pálido y tembloroso, parecía pedir refugio en los brazos de la ramera, sin poder aquietar el espanto de sus ojos desmesurados. Había cumplido su primera misión al servicio del imperio. Había probado que podía martirizar a un hombre indefenso, que ya era un adulto. Ahora, con la prostituta, quería regresar a la niñez. Las caricias de la mujer lo llevaron a un tiempo que parecía demasiado lejano y a su casa pobre en las afueras de Roma. El soldado habló y habló. Como para sí mismo, o como le hablaría a su madre, que era la versión más densa y más compacta de sí mismo. Yo no quería esto... quebrar huesos de muertos, emborracharme junto a los agonizantes para no pensar, acertar con aquella lanzada cobarde al pecho de un pobre que murió hablándole a su padre, en un delirio de moribundo... "Por qué me has abandonado...!" dijo en un grito... el niño temblaba y hablaba, atragantado de palabras y de lágrimas. Yo no quería... no quería... Le contó a la ramera la rapiña de las ropas del muerto, delante de la madre que lloraba en silencio al pié de la cruz. A mí me dejaron esto y no lo quiero... me lo dio el centurión, yo no quería, estaba la madre y nos miraba, comprendes? nos miraba con tristeza... pero sobre todo lo miraba a él... adoraba a su hijo en silencio... y el centurión me regaló este paño del muerto joven... "Guárdalo como recuerdo de tu primera misión" me dijo... "Es un paño de lino sin valor, pero tiene el sudor y la sangre de un enemigo del Imperio, de uno de los tantos que quiso hacerse rey y que murió como un mendigo" me dijo el centurión... yo no lo quiero... no quiero un recuerdo de esto... si pudiera olvidar... te lo dejo... no lo quiero.
En la pequeña mesa habían quedado las monedas del soldado y el paño del muerto. La mujer, pensativa, recordaba su vida pasada y al profeta. Muchas veces había regresado después de aquel día al pozo de Jacob con la esperanza de encontrarlo, de que nuevamente le hablara y la mirara al fondo del alma con su mirada de fuego. Junto con todas las otras, había perdido también aquella esperanza. Ella también había querido olvidar... Cuando tomó el paño de lino, sucio y descolorido, sin saber por que lo llevó a sus labios. Cubriéndose con él la cara, lloró como hacía años no lo hacía. El paño parecía tener para ella una caricia de seda y unos ojos de fuego que la abrazaban de amor. De ese amor que tan bien conocía de tanto necesitarlo. Salió de la casa y, tropezando con la gente que volvía, caminó hacia el monte de las calaveras.
(de "¿Por qué estáis tristes?)
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