sábado, 20 de septiembre de 2008

JUSTICIA SIN SENTENCIA

Incorporándose, Jesús le dijo: “mujer, ¿dónde están? ¿nadie te ha condenado?” Ella respondió: “Nadie, Señor.” Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más.”

Juan, 8, 10-11

Habían salido por la Puerta de las ovejas empujando a la adúltera. Apenas comenzaba a clarear. Los insultos de los hombres y el llanto histérico de la mujer morían disonantes contra el silencio frío de la muralla. Algunos le impedían huir aferrándola de cabellos, brazos y piernas entre risotadas e improperios, otros iluminaban el terreno con antorchas o acumulaban piedras. Dos soldados de la guarnición romana, desde lo alto de la torre Antonia miraban, distraídos, el espectáculo. Cada tanto, algún comentario era subrayado por carcajadas. Éste era en verdad un pueblo de costumbres extrañas. Los verdugos no parecían tener apuro. Estaban a la espera de una orden. La lapidación debía ser iniciada por los testigos y éstos, junto con algunos escribas y fariseos habían ido al Templo por consultas, según dijeron. Además, disfrutaban de la situación. No siempre se podía disponer de una mujer para insultarla o golpearla si se resistía. Y con la ventaja de que lo hacían nada menos que para que se cumpliera con la Ley de Moisés.

Desde aquí puedo ver sin llamar la atención. En mal momento nos descubrieron, me gustaría saber quien fue el delator. Pienso que todo ocurrió por alguna indiscreción de ella, que siempre habló demasiado . A mí me dejaron ir sin un reproche. Era como si no me estuvieran viendo. Como si fuera transparente. La situación fue incómoda, diría que algo ridícula. Tuvo gracia, en medio de todo. ..

Casi amanecía cuando llegaron. Algunos, seguramente personas con autoridad, ya que la lucían tanto en el porte, como en las ropas y en el tono de sus voces. Pausado, preciso, irrevocable. Otros recogían piedras mientras se empujaban, reían o hablaban entre ellos. Uno solo caminaba en silencio. Era un hombre calmo, al parecer joven y vestido con ropas sencillas. Era evidente que a él dirigían sus palabras las personas importantes. Cuando el grupo cruzó la muralla y estuvo a pocos pasos de los que custodiaban a la mujer, sucedió algo curioso. El joven silencioso se adelantó unos pasos, e inclinándose, se puso a escribir con un dedo en la tierra mientras los que sostenían a la adúltera, las autoridades y todos los demás enmudecían. Liberada por un momento, la mujer lo miró fascinada. Entonces, el sol se asomó por el desierto y sus primeros rayos danzaron sobre el estanque de Betesda.

Aquí llegaron. Hay fariseos, levitas y alcahuetes. Los conozco a todos. Salvo al que va en silencio. Tiene aspecto de extranjero. Por un momento me pareció que al pasar, fijó sus ojos en mí. Había algo raro en su mirada. Aunque no creo que sea posible, este lugar está bien oculto en las sombras. En un momento comenzarán la lapidación. No digo que ella se lo buscó, me da pena en medio de todo, pero estas cosas pasan por no mantener cerrada la boca.

El joven habló por fin. Sin dejar de escribir, o tal vez dibujar en el polvo, dijo unas pocas palabras, de espaldas a las autoridades. Debieron ser palabras trascendentales, ya que en unos instantes sólo quedó la mujer. Se fueron retirando todos uno tras otro, comenzando por los más viejos. Abandonaban las piedras, renunciaban a la diversión. Curiosamente, parecían avergonzados. Después, un hombre que había permanecido oculto también se fue, procurando no ser visto. Tímidamente la mujer se acercó al extranjero. Cambiaron unas pocas palabras mientras la brisa borraba los signos escritos en el suelo.



Aquel amanecer fue distinto. La mano de Yahveh reposaba en el monte de Sión, ciudad fortificada de moradas seguras y posadas tranquilas. Y que lucía como una joya el llanto y la felicidad asombrada de una mujer que comenzaba a vivir.

“Yo te desposaré conmigo para siempre
te desposaré conmigo en justicia y en derecho
en amor y en compasión,
te desposaré conmigo en fidelidad
y tú conocerás a Yahveh.”

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