“Uno de los malhechores colgados le insultaba: “¿No eres tú el Cristo? Pues ¡Sálvate a ti y a nosotros!” Pero el otro le respondió diciendo: “¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho”. Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino”. Jesús le dijo: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso”
Lucas 23, 39-43
La fría penumbra de la tarde y el viento de la montaña agregan un gemido a la desolación del hombrecito. Ya no tengo brazos. Ya murieron. Sólo falta esperar y soportar y es lo que siempre hice. Quizá ya quede poco. La muerte o el odio. Cuando conseguí odiar estuve vivo, pero eso era al principio. La sangre bullía, me golpeaba el pecho; me sentía capaz, fuerte. Entonces era yo la autoridad, yo el que pegaba, insultaba, odiaba. El poder del odio. Pero al final, mendigar y seguir respirando, miedo y hambre. Y el frío. Las noches heladas, las miradas esquivas, las almas armadas. Como mis verdugos, entrenados en la tortura, grandes, fuertes, hombres de hierro. La autoridad. Ellos por unos instantes me devolvieron el odio y algo de su calor amargo, pero ya no me quedan fuerzas y hace falta fuerza para odiar. Dejó que el frío, su vieja condena, lo conduzca a la modorra del fin, los ojos nublados por la muerte cercana. El cuerpo pequeño y deforme, con llagas de muchas edades ya no tiembla, el angosto pecho ya es de piedra oscura y casi inmóvil. Sólo se mueve el viento, y el viento y el frío agitan las largas greñas negras del martirizado. Hubo una vez hace muchos años. Fue una sola vez, pero creí encontrar otra cosa, un llanto y un calor distintos. Eramos chicos y lo apedreamos. El jugaba con sus amigos de la aldea, todos huyeron pero él se quedó. Caído de rodillas en el suelo, miró sorprendido (me miró a mí) a través de las lágrimas. Salía sangre de entre los dedos que tapaban parte de su cara, pero él no miraba su sangre; me miraba a mí. Había algo extraño en esa mirada; una pena dulce, algo que sin conocer siempre había ansiado. Nos fuimos; yo reía muy fuerte para no ver sus ojos sorprendidos y sus lágrimas... El frío ya le llegaba al pecho. El condenado (y no entendía por qué) luchaba contra la inconsciencia que hubiera podido liberarlo. Tal vez porque quería revivir aquellas dos miradas. Porque no pude evitarlo; días después pasé por el taller. El estaba de espaldas a la entrada y ayudando a su padre que aserraba una tabla, cuando lentamente, como dándome tiempo para huir, dio la vuelta y otra vez me miró. Tenía una cura bajo el ojo derecho (recordaría mi piedra y me recordaría a mí). Otra vez me miró, pero ya sin lágrimas. Sentí el rastro de su sonrisa buena y aquel calor desconocido y añorado. Al escapar corriendo, casi tropecé con la madre, joven y fuerte, con sus mismos mansos ojos negros. El silbido del viento helado cubrió por un momento la risa de la autoridad y el llanto de los pobres. El hombrecito, como en un sueño, volvió a ver a la mujer de ojos negros y mansos. Desde allá abajo y desde su llanto consolaba al otro condenado, al moribundo. En un esfuerzo agónico, Dimas lo miró y le pidió perdón por aquella piedra y por toda su vida. Y el ensangrentado Rey de los Judíos, el de la vieja cicatriz bajo el ojo, le volvió a regalar su sonrisa y el calor de su Reino.
(De "Por qué estáis tristes?)
jueves, 21 de agosto de 2008
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